Historiletras: julio 2013

sábado, 20 de julio de 2013

LA MUJER EN LA SOCIEDADES DEL PASADO

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Libro I. Capítulo V

Lauro, junio del año 44 a.C.
Tito estaba inmóvil en su camastro. La muchacha, sentada al lado del herido, daba cabezadas adormecida por el sopor que causaba la tranquilidad y el silencio. En el altillo Sexto Petrus seguía sin dormirse y recordando el pasado, en Telo Martius.

Telo Martius, febrero del año 56 a.C.
Se recordó junto a sus compañeros, llegados desde todos los frentes de batalla y de múltiples provincias del imperio. Hablaban de sus respectivas tierras, de sus mujeres, de las batallas vividas, de la vida militar y los años de servicio. Hablaban de todo lo posible para no pensar en el desgraciado incidente que condenó a muerte a su compañero.
Mientras, el Primus Milo ordenó que se presentase ante él al optio equitum[1]. Éste era un oficial que, por sus pocas luces, no tenía muchas perspectivas de ascender más militarmente. Por eso llamó la atención de Milo. Era perfecto para utilizarlo sin arriesgar mucho en su plan. Se llamaba Aurelio Meno, y era una auténtica nulidad como militar. Su condición de optio equitum le vino por influencia de su centurión, que prefirió asignarle un puesto sin trabajo físico, antes que tener que arrestarlo constantemente. Era un hombre pequeño, física y mentalmente, y eso lo convertía en inmejorable para los planes de Manius Milo.   
      -¡Optio, siéntate! –le ordenó Milo.
      -¡A tus órdenes, Milo!
      -Necesito tu complicidad y lealtad. Tengo buenas perspectivas para ambos. ¿Hasta dónde puedo contar con tu apoyo, Meno? –le preguntó Milo.
      -¿De qué se trata?
      -Con Cinnianus muerto soy, de facto, el nuevo Prefecto. César no podrá negarse de ninguna manera a mi ascenso, pues he trazado un plan irrevocable. Con mi ascenso podré nombrarte centurión para pasar a ser mi lugarteniente, amigo. Ascenderás a centurión en breve, porque espero en breve que César me nombre Prefecto, y heredar todos los honores que tenía reservados para su primo Cinnianus. Entonces, recibirás el mando de éste acuartelamiento y abrirás las puertas para alcanzar lo que nunca imaginaste.
      -Ambicioso proyecto tienes. ¿Cómo será posible? ¿Cómo atraerás sobre nosotros la gracia de Julio César?  –le contestó Meno, dudando.
      -Tienes un pequeño precio que pagarme, Meno. Jurarás que en nuestra ausencia de ayer encontraste, sin tiempo para dar parte a Cinnianus,  una confesión escrita que debes preparar,  del reo a un compañero maldiciendo a Cinnianus, brindando por su muerte y proponiéndole un plan de asesinato. Todo tiene sentido. La ejecución del infeliz será anunciada a César, y él tendrá buena cuenta de nuestros servicios, primero por la ejecución de un espía, y segundo por vengar la muerte de su primo.
      -Pero…vas a ejecutar a un milite[2], no a dos. ¿Con qué compañero se supone que conspiraba? –preguntó Meno intentando meterse de lleno en la maquinación. 
      -Está perfectamente calculado. Escucha bien. En la emboscada que nos hicieron al regresar de Massilia murió un legionario. –le dijo Milo casi riendo.
      -¡No lo entiendo!
      -¡Por los dioses! ¡Ambos serían los conspiradores!, ¿no lo entiendes? Pero… gracias a la muerte de uno ayer, en la emboscada, ahora sólo tenemos el trabajo de desprendernos del otro. Al reo no le daremos la opción de explicarse con nadie. ¡Ese legionario es perfecto para asumir la otra mitad de la culpa! Con tu testimonio y el escrito no habrá lugar a ninguna sospecha. –sentenció Milo.
      -Pero, ¿César nos otorgará tanta distinción por ello?
      -No duerme creyendo en una rebelión en bloque de todo su ejército. Cualquier gesto de lealtad lo toma como un mérito heroico, y premia a sus oficiales para ganar su fidelidad, en mi presencia le ofreció a Cinnianus el cargo de pretor, y con él, el mando de una legión. Yo lo asumiré en su lugar, y tú serás Prefecto. La llegada de la Legión IX a las órdenes de Flavio hubiera supuesto mucha incertidumbre para mi carrera, pero ahora, con la muerte de Cinnianus, hay huecos que podemos cubrir nosotros, amigo.
      -Cuenta conmigo, ¡Acepto! –exclamó Meno, que con su ambición bien alimentada no tardó en ser convencido.
Ambos se quedaron un rato más poniéndose de acuerdo sobre el fondo y la forma de su terrible plan.

Con los recuerdos de Telo Martius, y sin llegar a dormir,  finalizó el turno de guardia de la chica, que se acercó a la trampilla del techo de la habitación, y subió al desván para levantar a Sexto.
      -¿Estás despierto? Tienes que levantarte.
      -Sí, ya voy. No he podido dormir –se puso en pie, y se interesó por la chica-. ¿Cómo te llamas muchacha?
      -Flavia. ¿Y tú?
      -Sexto.
      -¿Llevas muchos años a las órdenes de mi tío? –le volvió a preguntar ella señalando al herido.
      -Sí, unos quince. Con sus malos momentos y con sus buenas anécdotas.
      -Mi tío es un gran hombre, seguro que debes apreciarlo. ¿Me contarías alguna anécdota? –le preguntó Flavia, sentándose en el baúl arrimado a la pared, e intentando crear ambiente familiar para Sexto.
      -Claro. Recuerdo cuando me reclutaron y me llevaron a Saguntum. Estábamos formados en el patio de armas cuando hizo entrada tu tío, el legado Tito Flavio, a supervisar el reclutamiento. Llegaron también dos legionarios con un cautivo especial: un caballo. Un animal extraordinario, auténtico pura sangre hispano. El caballo más espléndido que he visto en mi vida. Nadie conocía que era mío, pero sí se fijaron todos en que no era del cuartel, que lo habían capturado.  El animal estuvo siguiéndome hasta allí, donde fue visto y capturado.
Inquieto por verme y no poder liberarse de sus ataduras, y empezó a relinchar brutalmente como si lo estuvieran matando. Tito, confiado en calmarlo se acercó para acariciarlo, pero esto lo enfureció más todavía.
Tito desistió, y creyendo que sería divertido, nos lanzó un reto, ¡Quien consiga montarlo y dar dos vueltas al patio, se lo queda, y servirá a Roma como équite! Era una oportunidad tentadora, los équites son el cuerpo militar más prestigioso y sólo está al alcance de aquellos que pueden pagárselo, pues siempre se ha reservado a nobles y es trampolín para carrera política. Seguidamente se removieron una docena de voluntarios que se empujaban por ser el primero en probar. Uno tras otro caían de él, y algunos no conseguían ni montarlo. Mientras, Tito y yo nos divertíamos mucho, él esperando a alguien que lo consiguiese, y yo esperando ver cuantos tontos iban a seguir intentándolo. Finalmente no quedó ningún voluntario, y antes de que Tito dijera una palabra, salí yo. “¡Permitidme probar!”, grité. A lo que él me hizo un gesto con la mano invitándome a hacerlo, con la sonrisa de quien cree saber lo que iba a ocurrir. Me acerqué sigiloso, y haciendo una gran pantomima, lo acaricié y le di dos palmadas. Seguidamente lo monté y realicé las dos vueltas al patio, al tiempo que recibía vítores por mi hazaña.  Tito me felicitó y ordenó que me lo asignaran. Yo conseguí reconocimiento, y nadie supo nunca que el caballo ya era mío.

La muchacha se divirtió mucho con la anécdota, la cual logró crear ambiente de proximidad y confianza entre ambos. Luego siguieron hablando un buen rato, y Sexto le contó que tanto él como Vibio Baro, eran centuriones de caballería, pero servían personalmente a Tito como centuriones pretorianos.
Tenían el mando de una turmae, que constaba de 30 équites, a su vez dividida cada una en tres contubernos, comandadas por un decurión cada una.
No deseando entretener más a Flavia, la envió a descansar.
      -Vete y descansa tranquila. Si ocurre algo ya te aviso.

Flavia se fue a dormir sin decir ni una palabra más y Sexto quedó junto a Tito haciéndole guardia, no acertando ni a permanecer sentado ni de pie, sino que deambulaba por la estancia mostrando nerviosamente su preocupación.

El Legado Tito, legado propretor de Hispania y Aquitania era un personaje de inmensa talla e influencia. Su muerte era capaz de desencadenar unos efectos realmente catastróficos, pues después del asesinato de Julio César, él era una pieza clave para asegurar que la herencia del César recayera sobre su sobrino Octaviano, y de su figura dependía buena parte de la cohesión de los territorios occidentales.
A Tito le eran fieles varias legiones, y su muerte podría ser abono perfecto para que se desencadenara una desbandada total, al perderse el control en su área de influencia, alimentando el ansia de poder de los rivales de Octaviano. En especial de los más poderosos, Marco Antonio y Lépido.
Por otro lado, Tito tenía también el reconocimiento del pueblo. Tanto él como su hermano Quinto habían luchado junto a Sertorio por los derechos de las provincias. Todo ello le confería un extraordinario poder político y militar que podría haberlo enfrentado a Octaviano, Marco Antonio y Lépido en búsqueda de su propia gloria personal. Todos conocían éste detalle, y por ese mismo temor había sido llamado a consultas por Octaviano.
La espera de Sexto por la llegada de sus hombres iba a ser difícil. Tenía el temor de que los atacantes de Tito llegaran a descubrir pronto su ubicación, y ya pudieran estar cerca.


Vibio Baro llegó a la zona de acampada donde su turmae, y la de Sexto, le esperaban.
Dos legionarios salieron a su encuentro, uno para recogerle el caballo y el otro para recibir sus órdenes inmediatas.
Vibio se apeó y se dirigió directo a su puesto de mando.
      -¡Legionario, avisa a los decuriones de mi llegada y convocalos en mi tienda! –le dijo a uno de ellos, girando la cabeza hacia él mientras caminaba.
Al momento, sus tres decuriones, y los tres de Sexto, se presentaron en la tienda:
      -¡Ave, Vibio Baro! -le saludaron todos a la vez, y lo interrogaron-. ¿Lo has visto? ¿Está vivo? ¿Tienes órdenes?
      -¡Ave! Tito vive... al menos por el momento, pero está muy grave. No hemos podido saber de su boca lo que aconteció en su visita a Roma, pero Octaviano lo mandó escoltar, de vuelta, con su propia guardia pretoriana, y traía bastante documentación que he de revisar. –les explicó Baro.
      -Pero… ¡la situación es muy peligrosa! ¿No deberíamos protegerlo con más hombres?  –preguntó uno de los decuriones.
      -Está oculto en una cabaña de su hermano, y está al cuidado de su sobrina. Seguro que fueran quienes fueran sus agresores, si queda en pie alguno, lo seguirán buscando, pero dudo que lleguen a su escondite –dudó un momento de sus palabras-. No obstante ordenaré a los hombres de Sexto que se dirijan a recogerlos, y en cuanto Tito se recupere, ¡quieran los dioses que sea pronto!, que regresen a Saguntum. –dijo Vibio Baro.
      -¿Y bien, Vibio, cuáles son tus órdenes?
       -Al alba levantaremos el campamento y volveremos a Saguntum. Pronto los oficiales de todas las legiones fieles a Octaviano recibiremos las órdenes de Tito. Podéis marcharos. –ordenó Baro.

Cuando los seis decuriones abandonaron el puesto de mando, Baro se sentó en su escritorio y abrió el pequeño cofre de madera con los documentos de Tito, en los que se detallaban perfectamente los deseos de Octaviano de consolidar el triunvirato en alianza con Lépido y Marco Antonio para no desencadenar otra guerra civil, y de partir hacia Macedonia en busca de Bruto y Casio, los asesinos de Julio César. Pero además, Vibio encontró las órdenes y un documento que, de ninguna manera, esperaba.
Era una carta manuscrita por Milo, en la que se leía:

“De Manius Milo para Sexto Pompeyo.
Apreciado amigo,
Tu padre, el para siempre Pompeyo el Grande, y yo, sellamos una alianza involuntaria e invisible, que el azar guió y que su muerte no ha invalidado. Su ambición por erigirse dictador, aniquilando a Craso y a Julio César, la has heredado tú contra Octaviano, Marco Antonio.
Te confieso, amigo, una parte de mi pasado que desconoces tú, al igual que desconoce el mundo entero.
Asistí en Lucca a la reunión de Pompeyo, Craso y Julio César con el Senado. Allí, por un millón de denarios, me uní a los intereses de Craso. Nuestro plan oculto era renovar la imagen del triunvirato para no despertar sospechas, al tiempo que acabar con tu padre y con Julio César buscando sus descuidos. Todo en pro de un proyecto magno planeado con gran número de Senadores: la consolidación de una república de optimates, con Craso como dictador perpetuo, y yo con el control supremo del Senado.
Conspiré día a día de la mano de Craso, y con su dinero no me fue difícil entrar en la política. Conocí a varios de los Senadores más influyentes del partido de los optimates, y de esa relación nació un ardid perfecto para darle ventaja a Craso en relación con sus dos adversarios: asesinar a Julia, hija de César y esposa de Pompeyo el Grande, tu madrastra. Su asesinato era elemento suficiente para terminar por distanciarlos para siempre, y más con su rivalidad directa por conseguir la ambicionada condición de dictador. Craso, por su parte, manteniéndose al margen de una guerra directa entre los otros, tendría tiempo de ir aumentando su influencia. La muerte, por envenenamiento, de Julia llegó en el momento menos sospechoso: en el parto de tu hermanastro, quien también murió a los pocos días.
Los dioses retorcieron el destino y quisieron que Craso muriera en la batalla de Carras. Para mí no supuso ningún trauma, Craso no hubiera podido alimentar mis ambiciones porque tenía tantas para sí, que no le hubieran alcanzado para repartirme.
Era hora de buscar otra alianza que me permitiera ayudar a exterminar a los populares y me diera el poder del Senado. Mi trato con Craso me benefició de su influencia por su pasado en los negocios y en su éxito militar contra la rebelión de Espartaco. Ahora yo tenía que sustituir el hueco dejado por él.
Con la inmensa fortuna que me entregó no me fue difícil inmiscuirme en los proyectos de los optimates para buscar la caída definitiva de los populares y de Julio César, en particular y, en prioridad absoluta. Desde la sombra estaba protegido y, a la vez, guiaba los discursos de los optimates. De ésta manera influí para incrementar los poderes de tu padre y que la Guerra Civil fuera inevitable. Después de la derrota de Farsalia, y muerto tu padre en Egipto, solo restaba la muerte de Julio César para la completa renovación del poder de Roma. Conseguiríamos, sin César, la aniquilación de todos los populares y un nuevo orden político, sólo de optimates. La herencia de César ha resultado ser tan suculenta que le surgen sucesores que pretenden perpetuar sus objetivos de aniquilar al Senado. Ahora está todo preparado para que tú, Sexto Pompeyo, pactes con Lépido un reparto de poder. No tengas en cuenta la rivalidad de vuestros padres, y aprovecha su posición para hacerte fuerte.
Hay que conseguir que el testamento de César nunca recaiga ni sobre Marco Antonio, ni sobre su sobrino Octavio[3].
Influí en Bruto y Casio Longino para urdir y ejecutar el asesinato de César, y así lo hicimos según lo planeado, pero difamamos el nombre de Tito para que llegara a Octavio el rumor de que estaba, de lleno, metido en la conspiración.
Muerto el dictador, Roma estaba ya lista para ser heredada. ¿Por quién? ¿Marco Antonio, Marco Emilio Lépido, Octaviano, o… por ti?
Octaviano les ofrece un triunvirato que no podemos consentir. Su triunfo es la muerte de la República. Todo está listo para que una alianza entre Lépido y tú termine triunfando y destruya toda posibilidad de dictadura de Antonio u Octavio. Otra guerra civil estallará y, en ésta, no cometeremos los errores anteriores, ni los míos, ni los de tu padre. Mantén, junto a Lépido, una posición neutral. Acaparar fuerzas para buscar el mejor momento de debilidad entre Antonio y Octaviano y, sólo entonces, entraremos con nuestras legiones en Roma. ¡Roma  será por siempre una República de optimates!
Ahora, descubierta mi obra, reclamo tu reconocimiento. Pero todavía quedan enemigos que derrotar.
Tu padre luchó en Hispania contra Sertorio y contra alguien que puede hacer que nuestro plan se derrumbe: Tito Flavio.
Tito, Legado de Roma y Gobernador de dos de las más importantes provincias occidentales, es  fiel a Octavio como lo fue a su tío Julio. Tiene influencia sobre todas las legiones occidentales, y es hermano de Quinto, e hijo de Marco Flavio, lugarteniente de Sertorio.
Con su muerte se romperá el nexo de unión entre todo el ejército occidental y se nos abrirá un pasillo directo a Roma. Busca la neutralidad con los triunviros, pero absorbe las fuerzas que deje Tito Flavio.
Octaviano y Marco Antonio parten hacia Macedonia en persecución de Casio y Bruto, por el asesinato de César. He sembrado el rumor de que Tito estaba implicado en  la conspiración, y Octaviano lo ha reclamado. Tito ha acudido, de incógnito, a su llamada, y yo, con mi legión de mercenarios lo he interceptado para ofrecerte su cabeza. ¡Ahí tienes lo que queda del enemigo de tu padre!
Alejados Marco Antonio y Octaviano, y muerto Tito, sólo tienes que barrer toda resistencia desde Hispania y lograr una alianza con Lépido. Pacta con Lépido ya, aprovecha la situación, tiempo habrá de hacernos cargo de él cuando triunfemos.
Si juegas bien, amigo: El Imperio es tuyo, y Roma, mía.
Firmado: Manius Milo”

-¡Por todos los dioses! ¡Milo, canalla! –exclamó Vibio Baro en voz alta, de manera  irreprimible.
Vibio supo que Tito era más necesario ahora que nunca. ¡Precisamente ahora, que estaba en peligro de muerte! Por lo menos, tenían una baza: Tito había interceptado la carta de Milo a Pompeyo, y les daba cierto tiempo para planear los movimientos. Había algo que podía inclinar la balanza, y era el respeto mutuo entre Tito y Lépido. Los planes de Milo no fructificarían mientras él estuviera con vida. Con su muerte, Lépido podría girar como una veleta.
El cansancio pudo con Vibio, leyó las órdenes que Tito había incluido entre sus documentos, y desfalleció. El día siguiente había que empezar a diseñar y poner en marcha un asombroso plan.




[1] Oficial asistente del centurión de caballería.
[2] Soldado.
[3] Véase nota número 3.

lunes, 15 de julio de 2013

Libro I. Capítulo IV

Lauro, junio del año 44 a.C.
El jinete que se llevó el pequeño cofre de madera del malherido Tito se llamaba Vibio Baro y, al igual que Sexto, tenía treinta años. Era un joven de familia acomodada, residente en Narbo Martius[1], la capital de la Narbonensis. Su condición económica le daba el derecho de servir al Imperio como équite, pero además, la influencia de un conocido de la familia le facilitó abandonar provincias y dirigirse a conocer Roma, para luego incorporarse a filas en el acuartelamiento de Telo Martius, donde coincidiría con su, todavía por entonces desconocido, amigo Sexto Petrus.
Ambos servían a Tito Flavio como centuriones de su guardia pretoriana, y habían tenido el honor de hacerlo también con César. Ahora esperaban su nombramiento como tribunos laticlavios[2], consejeros del Legado propretor de César,  Tito Flavio.
Igual que Sexto, era moreno, pero con la piel bastante más clara debido a la ascendencia celta de su madre. Era un hombre leal, muy astuto y un gran líder, con gran confianza y determinación.
Después de salir de Lauro a galope tendido, a once leguas lo deberían esperar, acampados, los hombres de su turmae y los de la de Sexto. De allí, deberían regresar hacia Saguntum.
Cabalgaba a galope sin aminorar la marcha, y la imagen de su viejo amigo Tito, a un paso de la muerte y destrozado por las heridas, le causó gran pesar. Alivió esta imagen tan reciente con otra totalmente contraria y muy alejada en el tiempo.


Roma, marzo del año 56 a.C.
Hacía ya muchos años, un joven Vibio Baro dejó su tierra al sur de la Galia, para ir a Roma.
Apenas llegó a Roma, con absoluto desconocimiento del lugar y de sus habitantes, buscó indicaciones que lo dirigieran a la casa de Fausto Sila.
Fausto era hijo de Lucio Cornelio Sila, el dictador. Su padre fue uno de los mayores políticos y militares que había dado el imperio, y para muchos, el mayor sanguinario. Había luchado en Hispania contra Sertorio, y contra el padre de Vibio.
Fue, precisamente, el padre de Vibio quien le había salvado la vida, en cierta ocasión, protegiéndolo de unos bandidos. De ahí la extraña relación de Vibio con semejante personaje.

Sila  quería emular a su padre y tenía especiales dotes para la vida política, estaba rodeado por padrinos importantísimos, entre ellos Cicerón que, al igual que el resto de senadores conservadores, veían en él un hombre fuerte para la defensa de la causa republicana de los optimates. En los círculos de confianza republicanos se comenzaba a proponer como candidato a la pretura[3], aunque finalmente alcanzaría el grado de cuestor.

Vibio quedó sorprendido por la escasa atención que se le prestaba al requerir indicaciones que lo ayudasen a llegar a su destino. Toda la gente andaba ensimismada, solos o acompañados, pero siempre absortos con sus quehaceres. Vibio pasó por varias zonas de la ciudad, permitiéndole hacerse una primera idea de lo que era Roma. Lo primero que le llamó la atención era que, una vez entró en sus primeras calles, desapareció el horizonte y sus colinas. Había edificios de tres y cuatro alturas, y otros que, aun sólo de una altura, superaban a los anteriores. Muy a menudo, encontraba templos para todos, y cada uno, de los dioses. Encontró sectores urbanos que diferían mucho entre sí porque, aun estando todos empedrados y dotados de servicios, una zona era de edificios de madera, otra de madera y piedra, otra de piedra y mármol, y había otras zonas hermosísimas de mármol y alabastro, llena de construcciones conmemorativas, más templos, más palacios, y toda una serie de edificios que eran muestra del grandísimo poder romano. Unas zonas tenían callejuelas, otras zonas, calles, y otras, elegantes vías con anchura para varios carros. Y por todas ellas, de vez en cuando, se veían pasar patrullas de legionarios haciendo funciones públicas, o escoltando a personajes ilustres. Y un bullicio tremendo, causado por cientos de personas que iban en todas las direcciones.
Esperó el paso de la siguiente patrulla, y preguntó al decurión al mando.
      -¡Decurión, busco la casa de Fausto Sila! –dijo Vibio dirigiéndose hacia la patrulla.
      -¿Quién eres, muchacho? ¿Qué te relaciona con Sila? –le interrogó el decurión.
      -¿Qué te importan mis circunstancias? – contestó el joven.
      -¡Por todos los dioses!, ¡eres galo, ¿verdad?! -exclamó el decurión, notándole el acento al joven-. Dime, galo, ¿qué asuntos traen a un provinciano como tú, a Roma?
      -¡Mis asuntos, míos son! – respondió el muchacho, y con un gesto de orgullo decidió volverse de espalda para seguir su camino, despreciando los comentarios del militar.
      -¡Espera, hombre, espera! ¿Acaso habéis perdido el sentido del humor en la Galia? Te escoltaremos a la villa de Sila, no está lejos, pero es preciso conocer tu identidad y motivos, pues debemos informar de ello tratándose de un personaje tan notorio como el que buscas.
      -Agradecido quedo entonces. Me llamo Vibio Baro, vengo de la Narbonensis, y me dirijo a visitar a un amigo de mi familia. Por cierto…, los galos somos famosos por nuestra predisposición al jolgorio y el ocio. Ambos, campos muy propicios para cosechar sentido del humor.
      -¡Por Júpiter que te juzgue mal! Pero… no es menos cierto que si a los galos os han atribuido tal título es porque a los hispanos nos sobra tanto reconocimiento por lo mismo, que entregamos el sobrante a Roma para que lo reparta como le venga en gusto –replicó con mucha habilidad el decurión, ante la atónita y estúpida mirada de su patrulla que no entendió la broma.
      -¡Por Marte que sois un bocazas, decurión! ¡De buena gana os mostraría como bebe y ríe un galo!
      -Te daré la oportunidad para ello, muchacho. Un día de éstos te buscaré y haré que beses mis sandalias para rebajar ese orgullo.
      -Habéis dicho que sois hispano. ¿De dónde? Tengo parientes allí. – preguntó con curiosidad Vibio.
      -Soy natural de Corduba. Me llamo Cayo Marcelo.
      -Yo, aunque nací en la Narbonensis, desciendo de la región de Ampurias. ¡Así pues, beberás y reirás con otro hispano! ¡Por eso estaba seguro de poder vencerte!

Ambos se rieron a carcajadas ante el resto de legionarios, ninguno de los cuales, decididamente,  tenía el más mínimo sentido del humor.
      -Dime, Cayo Marcelo, ¿cómo has venido a parar a Roma desde la Hispania Ulterior? Tenía entendido que el servicio en Roma estaba bastante restringido, y además el clima bélico, todavía tibio en Hispania, debería haberte retenido por allí.
       -Así es, Baro. De hecho, provengo de una cohorte de la Legión Hispana que sirve a los intereses de Julio César con destino en Tarraco. Mi estancia en Roma es circunstancial y efímera. Bueno…, eso espero.
Vibio creyó que Cayo Marcelo no quería profundizar mucho en los motivos de su estancia en Roma. Y era algo perfectamente comprensible: declararse al servicio de Julio César ante alguien que va a visitar la casa de Sila, como amigo, era una combinación de elementos muy inestable.
Vibio intentó romper la tensión, aclarando sus intenciones.
      -Mi destino es Telo Martius. Voy a combatir bajo las órdenes de César en la Galia, y mi estancia en Roma también es momentánea. Deseo hacer carrera política, y quiero servirme de un conocido de la familia para hacerme un hueco, desde dentro.
       -Y el conocido de tu familia es Fausto Sila, ¿no?
      -Exacto.
      -No quisiera que te molestaras con lo que te voy a decir pero… -antes de que Cayo Marcelo acabara la frase, Vibio lo interrumpió en seco.
      -No simpatizo con él. Cualquier romano de provincias sabe bien lo que representa el nombre de Sila. Y yo, igual que tú, créeme. Mi visita, como te he comentado, es interesada.

Después de esto, Cayo tuvo más claras las intenciones del muchacho.
      -Descubrirás que Roma no es lo que creías. Antes de llegar te imaginas que es la mismísima villa de Júpiter, que de sus fuentes emana vino, y hasta habrás oído alguna vez que en Roma se cagan sestercios y se mea mosto. No, Vibio, Roma es muy peligrosa. Cuídate de tus influencias, muchacho. La rivalidad política es tal que no hay día sin que se produzca un atentado y cien sobornos. Si quieres saber que hago en Roma, te diré que protejo a ciertos senadores amenazados de muerte por Cicerón y su banda de canallas.
      -Conozco la rivalidad entre optimates y populares, puedes creerlo. Y conozco bien la calaña de Sila.
      -¡Por Marte, que son peligrosas tus palabras! Cuídate mucho no sólo ante Sila, sino sobre todo ante Cayo Claudio, o Curión. Todos ellos rinden cuentas a Cicerón, y éste, a pesar de su exilio es el que los dirige a todos. Reprime tu lengua y pasarás desapercibido.
      -No deseo esconder mis ideas.
      -Muchacho, siendo prudente no escondes tus ideas. En Roma hay también buenos hombres, búscalos y pídeles su tutela, pero no la busques nunca en Sila. Si eres capaz de encontrar a los que te recomiendo, no tendrás dificultad en localizarme.
-Lo tendré en cuenta.
Estaban ya próximos a la villa de Sila, y tuvieron que detener la conversación.
Cayo Marcelo era un militar recto y serio, en la misma medida que su personalidad era alegre y desenfrenada.




[1] Narbona.
[2] Rango senatorial con mando militar inmediatamente inferior al Legado.
[3] Magistratura por debajo del consulado.

Una generación que no verá la recuperación económica.

Dentro de una sociedad como la nuestra, en la que la situación general ha destrozado muchas ilusiones, y en la que la supervivencia pasa por renunciar a vocaciones, estudios y preparación, para conseguir unos ingresos mínimos que permitan la subsistencia, casi sea como sea, ahí, en esa coyuntura, se localiza este economista, escritor, y director de sueños. Con una ilusión auto-impuesta, sucedánea de la natural arrebatada, y en incansable búsqueda de lo que un día fui, y lo que hubiese llegado a ser. Acostumbrado a bogar sin remos, en un mar sin agua. Con la ilusión del gusto por la Historia y las Letras, y la desilusión de ser testigo de una situación económica, política y social, que también pasará a la Historia, pero destacando por su horror, no por su contribución al desarrollo de la Humanidad. Todo ello en contra, y más aún estando en esa franja de mayores de treinta y cinco, y lejos de la jubilación, vagando por un limbo sin que nadie dé cuenta de tu presencia.


Soy de una generación de españoles, orgullosa de haber visto en directo aquellos tiempos en blanco y negro de "un globo, dos globos tres globos", de la muerte de Félix, de "La casa de la pradera", "Crónicas de un pueblo", de una infancia en los 70 y una adolescencia en los 80. Es una generación de la que salieron la mayoría de "los primeros universitarios" de cada casa, y la última que jugó en la calle.
En la crisis de 1993 se llegó a alcanzar un 24% de desempleo, pero la recuperación lo reabsorbió echando mano de todos (y cuando digo todos, digo TODOS). Ahí está la diferencia que vamos a observar en la próxima recuperación. 

Algunos padecimos ya la crisis del 93, y todos ayudamos a levantar la economía a partir del 95. Ahora tenemos un gravísimo problema: ya no se cuenta con nosotros.

La misma política que permitió ocupar a casi todo el país, fue la que gestó la mayor crisis económica y social de nuestro tiempo. La próxima recuperación no podrá apoyarse en la construcción, y no existen sectores con proyección suficiente para reabsorber las cotas actuales de desempleo. Ello se traducirá en algo que ya estamos viendo (y padeciendo): empezar a incentivar la creación de empleo joven. Las generaciones de los 60 y 70 tenemos crudo acceder al mercado laboral. No sólo tenemos que renunciar a nuestra experiencia y estudios, sino que nos vamos a ver relegados en todos los aspectos. Ello me plantea un dilema, porque si es muy bueno incentivar el empleo para los jóvenes, estos impiden a los mayores entrar en las mismas condiciones, y al fin y a la postre ¿quiénes tienen las obligaciones familiares, hipotecarias, etc., los jóvenes, o los mayores? Es un problema agudo. 
Aquellos que nos hemos caído del tren del empleo, y tenemos más de 40 años, hemos quedado fuera de las vías, en el terraplén, y vamos a ver como pasan trenes inalcanzables. Vamos a tener que caminar solos, paso a paso hacia la estación, a pleno sol y sin agua. Cuando tengamos suerte de una entrevista laboral (para lo que sea) obviarán nuestra experiencia. He visto ofertas de trabajo que no sólo están vetadas para mayores de 40 años, sino que, sin tener razón de ser, te piden idiomas y máster. 
Quisiera que todo esto fuera fruto del pesimismo, pero cuando miro la calle y sus gentes veo lo mismo que pienso.


miércoles, 10 de julio de 2013

Libro I. Capítulo III

Telo Martius[1], febrero del año 56 a.C.
Sexto Petrus, en uno de sus incontables viajes, estuvo destinado en el acuartelamiento de Telo Martius, en la Galia Narbonensis[2], con la primera cohorte de la Legión IX. No era normal acuartelarse en plena campaña bélica, sino que lo normal había sido, hasta el momento, estar de combate en combate por la Galia, en la cual Julio César había puesto casi toda su atención.
El acuartelamiento de Telo Martius no era permanente. Se instaló para reorganizar a las cohortes mermadas en la guerra, y era frecuente que cohortes de legiones distintas se fundieran para luego ir a distintos destinos. Eso sí, todas a las órdenes de Julio César. Casi hacía dos años que fue reclutado cerca de Saguntum, y en ese tiempo se había incorporado al grueso de su legión, y había combatido en la Galia. Ahora, allí, esperaba la vuelta al frente de batalla, como decurión de caballería al mando de 10 équites, y bajo las órdenes del centurión Cayo Justo Poncianus, jefe de su turmae[3].
El cuartel estaba muy removido por un hecho que causó gran conmoción, y el ánimo de la tropa estaba, literalmente, por los suelos. Por todos los lados habían grupos de legionarios formando corrillos, holgazaneando y sembrados por todo el patio de instrucción.
A un lado del patio, y al costado de las tiendas, había preparado un patíbulo de madera, no muy grande, de unos doce por quince pies, y  al que se accedía por cuatro escalones. En su centro había un poste, de seis o siete pies de alto. Junto al poste había una pequeña mesa con cuerdas y una vara de sarmiento, elemento muy utilizado por la legión para fustigar a los reos.
Nítidamente recordó como en compañía de otros legionarios aguardaban en aquel patio al castigo de un compañero, acusado de asesinato. Su delito fue dar muerte al Prefecto. Todos los testigos sabían que había sido un accidente fortuito, en un lance de guerra, pero el Primus pilus, que estaba al mando en funciones, fue implacable. Vio la oportunidad de conseguir el favor de Julio César y la posibilidad real de un ascenso a Prefecto. Enseguida tuvo planes al respecto.
El Primus pilus era el centurión de la primera centuria de la primera cohorte, y por encima de él sólo estaban el Praefectus castrorum, y el Legado. Era un puesto con gran poder de mando, pero insuficiente para saciar el hambre de su titular.
Todo el desasosiego que reinaba en el acuartelamiento había comenzado con la llegada de un mensajero, en una mañana espléndida. El viento de los últimos días había amainado por completo y la temperatura parecía más propia del periodo ver que del hibernum. Un legionario de guardia, en lo alto de una torre de la porta praetoria[4] avisó de la llegada de un jinete. Inmediatamente se abrió el portón dando entrada al mensajero.
 Se apeó del caballo, y sin atender nada ni a nadie gritó:
      -¡Traigo un mensaje urgente de Julio César para el Prefecto Lucilio Julio Cinnianus!
Cruzó, escoltado por dos legionarios, toda la vía praetoria, cruzándose con cientos de soldados atareados con sus quehaceres. Al cabo de un rato llegó al praetorium[5], donde lo hicieron esperar un instante.
      -Aguarda a que pasemos aviso de tu llegada. –le dijo uno de sus escoltas, mientras el otro entró a la estancia de Cinnianus.
      -¡Prefecto, tienes mensaje urgente de César!
El Prefecto estaba en su escritorio, revisando mapas, haciendo anotaciones y preparando unas maniobras para probar las nuevas máquinas de asedio. A pesar de sus cincuenta años ya cumplidos, era un hombre todavía muy vigoroso. Un militar nato, afable, apreciado por todos los hombres, y el mejor Praefectus castrorum del Legado Tito Flavio, y su lealtad era muy valorada por su primo Julio César. De haber hecho carrera política, sin duda que sería Legado, al mando de su propia legión.
Transcurridos unos segundos desde el anuncio, giró la cabeza hacia el legionario y lo miró esperando que le informasen del contenido del mensaje:
      -¿Y bien…, qué dice? ¿Dónde está el mensaje?
      -¡Señor, está fuera el mensajero que lo trae! – le contestó el legionario.
      -Bien…bien, entendido. Hazlo pasar.
El mensajero entró de inmediato y saludó al Prefecto, alzando el brazo enérgicamente.
      -¡Prefecto, traigo orden de Julio César convocándote a audiencia!
      -César está inquieto, ¿eh? Ya  me citó para la última calenda[6]. –dijo Cinnianus realmente preocupado por la urgencia de una nueva reunión con Julio César.
       -César está convocando a todos los mandos de sus legiones, cohorte a cohorte. Las fuerzas de provincias en Italia, Sicilia, Corsica, Sardinia, Germania, Noricum, Pannonia, Dalmatia, junto con las de la Galia e Hispania están siendo avisadas. César desea convocar a todos los mandos, pero la orden que traigo hoy es sólo para ti, Prefecto. –le contestó el mensajero.
      -Julio César está convocando a todos sus generales y oficiales… en mitad de la campaña contra los galos…Sin duda debe tratarse de algo grave. -dijo Cinnianus, esperando que el mensajero le diera más información.
      -Señor, conozco vuestro servicio a Roma, y sé que sois primo de Julio César, y que os tiene en gran estima como amigo y como consejero. Hay indicios de que tanto Pompeyo como Craso están preparándose para una guerra civil.
      -Está bien. Puedes marcharte –se volvió de espaldas, se paró y luego volvió a girarse-. Ah, y confirma al César mi llegada a Massilia[7] mañana al atardecer.
Seguidamente, Cinnianus hizo llamar al Primus pilus, su lugarteniente, llamado Manius Milo. Era un hombre detestable y cruel, cargado de ambiciones y envidias, capaz de castigar con sus propias manos a los legionarios, desgarrándoles las orejas. No era querido por nadie, pero tantos años en el ejército lo habían llevado hasta una posición muy cómoda, que utilizaba para dar rienda suelta a su maldad, aprovechándose del pánico que los legionarios le tenían. 
      -Milo, ordena que se prepare una turmae para escoltarnos mañana a Massilia.
Milo salió enseguida de recibir la orden y se dirigió directamente en busca de Cayo Justo Poncianus. Era, sin duda el mejor centurión de caballería que había en Telo Martius.
      -Poncianus, dispón de tus decuriones y ten lista tu turmae para una escolta a Massilia mañana, al alba.
      -A tus órdenes, Milo. –contestó Poncianus, y se fue directamente a convocar a sus cuatro decuriones, y entre ellos a Sexto Petrus.   

Al día siguiente todo estaba listo para partir. El viaje era de algo menos de cuarenta millas, y por eso el grupo no llevaba más carga de lo necesario para una jornada tranquila a marcha de paso.
El viaje de ida pasó sin novedades destacables, tan sólo hubieron dos breves paradas de descanso para abrevar a los caballos.

César, en Massilia, preparaba junto a Lucio Cornelio Balbo las líneas de su política, y de sus campañas.
Julio César deseaba evitar la confrontación militar y, con asistencia de Balbo, había propuesto una reunión secreta con Craso y Pompeyo. Se trataba de acordar el apoyo mutuo para la renovación de sus cargos, facilitando así la aprobación de leyes convenientes, y acotando la voluntad del Senado. Pero Julio César, además, buscaba la caída de la República.
      -Julio, ¿recuerdas Gades[8]? ¿Recuerdas tus lamentos? –le preguntó Cornelio Balbo.
      -Lo recuerdo, Lucio. ¡A diario! ¡Mi gloria jamás será comparable a la de Alejandro Magno!
      -¡Te equivocas al compararte! Alejandro recibió un importante legado de su padre, Filipo, mientras que tú nada has heredado. ¡Es ahora cuando debes luchar por alcanzar la gloria! Tu cursus honorum[9] es envidiable: flamen dialis[10], Legado, Pontifex maximus[11], cuestor[12], praetor urbanus[13], cónsul.
      -Siempre logras animarme, Lucio. Pero, dime, ¿qué he conseguido? ¿Acaso soy rey?
      -No, Julio. No lo eres.
      -Entonces, debo serlo, como Alejandro.
      -Sólo los dioses conceden tal honor. Y los dioses, por ahora, aman a la República.
      -¿A quien deberían escuchar más los dioses,  que al Pontifex maximus? A ellos les imploro mi gloria, y les prometo unas celebraciones jamás ofrecidas por nadie en cantidad y devoción, para festejarla. ¡Nuestra República es decadente y, como tal, también lo es Roma! ¡Cuan mayor sea la grandeza de Roma, más grandes podrán ser sus hijos! ¡Roma necesita de César!
      -Ahí puede estar tu triunfo, Julio. Mientras Pompeyo y Craso buscan gloria personal y fortuna, tú deberías buscar la grandeza de Roma. El pueblo alabará tus éxitos, y tu imperium[14] crecerá  todavía más. Serás el favorito del pueblo, y la República se postrará ante ti, esperando tu sentencia.
      -Craso y Pompeyo serían durísimos rivales ante mi gloria, Lucio.
      -No busques confrontación. La reunión en Lucca está convocada, y ellos han confirmado asistencia. Diles lo que quieren oír, y favorece su reelección como cónsules. Ellos, como contraprestación, deberán favorecer tu renovación proconsular por un lustro más. Recuérdales que en “el año de Metelo y Afranio” vuestros intereses ya consiguieron una fructífera alianza que no tiene porqué caducar. 

La situación de temor y envidias mutuas entre Pompeyo y Craso, y de ellos hacia César, estaba multiplicada por el recelo del Senado. Los más brillantes políticos del Senado entendían el peligro del triunvirato[15] firmado por ellos tres. Un triunvirato secreto, que lo era “a voces”.
La estabilidad política del Imperio se tambaleaba por la ambición de unos y otros, y era muy preocupante para César, puesto que temía una guerra civil que lo privase de su imperium, y estaba obsesionado con ello. Pompeyo y Craso, los otros dos pilares del triunvirato, ya habían dado signos de enemistad común, y con él. La estabilidad político-militar era cuestión de tiempo que se viniese abajo. Se hizo imprescindible la convocatoria de la reunión de Lucca, bien ideada por Lucio Cornelio Balbo, pero con resultado aún incierto.
La confidencia y lealtad de los oficiales de César le permitía sopesar su fuerza ante la real y nefasta posibilidad de confrontación civil.

A la hora prevista estaban Cinnianus y Milo a las puertas del praetorium de Julio César. Enseguida se hicieron anunciar, y mientras la escolta quedó con los caballos, el Prefecto Cinnianus y el Primus Manius Milo fueron conducidos ante el procónsul[16].
-Mi fiel Lucilio, amigo. La guerra civil puede ser inminente. Tengo la seguridad de que el enemigo se está organizando, y tiene espías repartidos por todas las guarniciones de mi ejército. El poder de los optimates no sólo no merma, sino que suman adeptos en el Senado y tienen decidido exterminarme con una confabulación global, económica, social y política. –Se detuvo un instante para meditar-. Están poniendo al mismo pueblo de Roma en mi oposición, y debemos emplearnos a fondo. Un mínimo descuido y estamos perdidos. Roma no sobrevivirá sin César, y para eso necesito del leal apoyo de todos mis Legados  y sus oficiales. Vigila bien vuestras filas, y aguarda mi llamada. Cuando ésta se produzca, tener calientes vuestras armas, y frías vuestras tripas, pues de ello dependerá vuestra vida.
      -Mis hombres te tienen lealtad, César. Absoluta lealtad. Ten por seguro que cualquier indisciplina será considerada como traición, y como tal se sancionará. Siempre a tus órdenes, y siempre dispuestos. –respondió Cinnianus.
Julio César expresaba satisfacción, y miraba con gran aprecio a su primo Lucilio. Lo cogió del hombro, y le dijo:
      -Estoy falto de tu consejo. Te empeñas en seguir tu carrera militar, alejándote de mi presencia. Lucilio, tu sitio ahora está aquí, en mi asistencia directa y personal. Deseo convocar a mis legiones más fieles para prevenirlos ante la guerra, y necesito tu compañía para trazar todo el planteamiento. ¡No me obligues a ordenarte que te quedes!
      -No, César. Mi consejo, te será igual de útil estando tanto a tu derecha, como a tu izquierda. Soy militar, y como tal quiero servir a Roma. Siempre fiel a Roma,…pero desde mi caballo. –le respondió Cinnianus, mientras César casi hacía como que no lo oía. Y en cuanto pudo, lo interrumpió.
      -Todo lo tengo dispuesto. En Roma, tu hija me presta servicios de enlace con Vibio Baro. El muchacho está en casa de Sila, sólo tenemos que esperar a que nos informe de los planes inmediatos del Senado, y en particular de los optimates. Por otro lado, he convocado a todo lo que queda de la legión IX en tu guarnición de Telo Martius. Llegará en unos días desde Hispania, con el mismo legado Tito Flavio al frente. Las fuerzas reordenadas en Telo Martius se sumarán a su legión. Tú dejarás a Milo al mando del cuartel, donde no quedarán más de doscientos hombres, y me acompañarás a Lucca, escoltados por Tito. He convocado una reunión con Pompeyo y Craso, donde pactaremos la renovación de consulados, y entre mis designaciones, tengo previsto tu nombramiento como pretor[17]. No quiero descuidar mis campañas en la Galia, y te necesito -agravó su tono y su mirada-. Es irrevocable e incontestable. Reorganiza el mando de tu cuartel en espera de la llegada de Tito Flavio, y regresad aquí cuando se produzca.
      -¡A tus órdenes, César! –contestó Cinnianus, más servicial que disgustado.
Milo, por su parte, que no había hecho ni un movimiento desde su presencia ante Julio César, denotaba satisfacción. Que Cinnianus le dejara al mando del cuartel podía ser el servicio perfecto para ascender de Primus pilus a Prefecto.

La audiencia no se prolongó mucho más. Cinnianus y Milo saludaron al procónsul y salieron del palacio.
Manius Milo era un hombre de apariencia ruda, de origen plebeyo. No tenía rasgos latinos, sino que más bien su escaso pelo rubio delataba su procedencia del norte. Tenía una mirada muy dura, se diría que cruel, y parecía un buen militar, de hecho, se necesitaba toda una vida de servicios y honores para llegar a su posición de Primus pilus.
Al momento, estaban dispuestos para volver al acuartelamiento. El séquito formó rápidamente sus caballos, y todos marcharon al trote.
A menos de cinco millas de su cuartel, en noche cerrada,  fueron emboscados por una banda de salteadores que buscaban el botín de los impuestos recaudados. Un botín que nunca debieron pretender, pues no existía en esta ocasión. Enseguida comenzó una lucha totalmente desigual, pues a pesar del mayor número de efectivos por parte de los incautos bandidos, más de sesenta, la preparación bélica del ejército romano no tenía rival. En uno de los lances de la lucha un legionario consiguió arrebatar una ballesta al enemigo, y viendo como otro tenía en su punto de mira al Prefecto, con un excelente alarde de reflejos disparó contra el salteador. La mala fortuna quiso que, en el mismo instante, aquel joven legionario recibiera una terrible coz en el hombro, propinada por uno de los caballos desconcertados en el centro de la disputa. El golpe fue nefasto. La ballesta se disparó contra el Prefecto impactando de lleno en su cráneo. En unos pocos segundos más, de confusión y sangre, la pelea acabó. El muchacho, todavía sin saber bien lo que había sucedido, estaba maltrecho en el suelo. Sus compañeros iban rematando a los heridos, y el Prefecto, que había caído de su caballo, yacía junto a un único legionario que murió. 
El Primus, Milo, reaccionó de inmediato, su brillante astucia le iluminó la mirada, y mostró una cínica sonrisa.
      -¡Apresad al traidor! –gritó, dejando a todos confusos-. ¡Ha asesinado al Prefecto! ¡Detenedlo, ha sido él!
      -Pero… Milo, ha sido un lance de la batalla. ¿No lo habéis visto? –dijo Sexto Petrus.
      -¡Es una orden! ¡Apresadlo! – volvió a gritar.
Nadie pudo hacer nada. Todos sabían que, con Lucilio muerto, Manius Milo iba a ser el dueño de sus vidas, y una ligera discrepancia con él sería tomada por indisciplina. Delito tremendo para un legionario.
Milo vio su oportunidad muy clara: muerto Cinnianus, por rango, le corresponderían a él todos los honores que le había prometido César a su primo.

Ya en el cuartel, encerraron al muchacho en una jaula de madera. Estaba desolado por lo ocurrido, y además la coz le había partido la clavícula, por lo que sus gestos de dolor eran terroríficos.
Se dio orden de ayuno para el reo, al cual mantuvieron aislado sin ni siquiera agua, encerrado como una bestia.
Todo el cuartel hervía por el abatimiento y la impotencia. No faltó la idea de motín, que se hubiera podido dar ante tal injusticia en cualquier otra localización más recóndita, pero no tan cerca de Julio César. No con su  primo  muerto.




[1] Nombre romano de Tolón.
[2] Provincia romana del sureste de Francia con capital en Colonia Narbo Martius (Narbona)
[3] Escuadrón de caballería de treinta jinetes, a las órdenes de un decurión.
[4] Puerta principal.
[5] Habitación o espacio ocupado por el mando.
[6] Primer día de mes. También utilizado referido a periodos mensuales.
[7] Nombre romano de Marsella.
[8] Nombre romano de Cádiz.
[9] Carrera política.
[10] Alto sacerdote del dios Júpiter.
[11] Máximo cargo religioso romano.
[12] Magistrado menor que pretor, con atribuciones fiscales.
[13] Juez para asuntos entre ciudadanos romanos.
[14] Conjunto de honores que confieren poder público.
[15] Gobierno ejercido por alianza entre tres.
[16] Magistrado, por delegación del cónsul, para la administración de una provincia.
[17] Magistrado romano de rango inmediatamente inferior al cónsul.

Libro I. Capítulo II

Por una vía, con un empedrado limpio y bien esmerado, en el que se reflejaba la luna, cabalgaban dos équites que procedían del acuartelamiento romano de Saguntum[1]. Salieron de la vía y se dirigieron por un camino hacia un pequeño bosque que estaba a poco más de una milla.
Ya en la arboleda, tomaron un sendero, y pronto llegaron a la casa a la que se dirigían. Se apearon y ataron las riendas de sus caballos a una gran argolla que había junto a la entrada, luego golpearon la puerta y esperaron hasta que les abrieran.
        -¡Abrid la puerta, somos los pretorianos de Tito Flavio! –gritó uno de ellos.
    -¡No grites tanto, Vibio! ¡Nadie debe saber a lo que hemos venido! –le contestó el otro, muy preocupado por no ser descubiertos.
No tardó en aparecer la muchacha, quien les hizo pasar al atrio, nerviosa y aliviada por su presencia.
La muchacha, que ya llevaba mucho rato esperándolos, les indicó la escalera que, desde el atrio, subía hasta los aposentos donde el herido agonizaba.
Subieron y entraron en la habitación. Seguidamente se acercaron hasta unos dos metros del camastro. Sus rostros, al ver al herido,  reflejaban pena y dolor
      -¡Tito! ¡Sí, es Tito! -gritó uno de ellos.
      -¡Por todos los dioses, Tito Flavio! ¡Que sangría! –exclamó también el otro.
Intentaron en vano despertarlo, con el desagrado de la muchacha, pues sabía que no le convenía despertarse en su estado.
La chica les rogó que aguardasen a que viniese en sí por su natural, y les ofreció comida y bebida. Ellos aceptaron y todos bajaron al piso inferior de la casa.
Los dos équites se acercaron a una mesa, que tenía un candil que iluminaba más bien poco, y se sentaron en unos taburetes. Los dos, aunque eran fornidos, mostraban el agotamiento de mucho tiempo sin descansar.
La muchacha les llevó una jarra de vino mostrando un semblante muy serio, por causa de su preocupación.
      -No sé si sobrevivirá, está muy débil. Es milagroso que haya conseguido llegar hasta aquí con esas heridas.
      -No puede morirse, ¡por los dioses que hay que hacer lo imposible! –le respondió uno de los jinetes.
      -Es muy importante que nadie sepa lo sucedido. Después del asesinato de Julio César cualquier rumor sobre el estado de Tito sería desastroso para nuestros intereses. Sin duda, alentaría a nuestros enemigos. ¿Queda claro?, -le dijo el otro jinete a la chica.
      -¡Entiendo! –dijo ella, angustiada-. ¡Nadie sabe nada, ni de aquí saldrá noticia alguna! Pero…No debe moverse de aquí hasta que se recupere.
       -Bien, aquí se quedará. ¡Y con él, uno de nosotros! -le contestó uno de ellos.
      -¿Y mi padre? –Preguntó la muchacha- ¿Cuándo regresará?
      -Quinto nos avisó de lo sucedido y partió –se levantó y se acercó a la chimenea para calentar sus manos-. No lo esperes pronto.

Después de haber comido y bebido, subieron a la habitación del moribundo, rebuscaron entre sus pertenencias, y hallaron algo que premeditadamente buscaban. Era una caja de madera que contenía unos pergaminos con documentación y varios bocetos dibujados.
Seguidamente, uno quedó haciendo guardia en la habitación, y el otro se hizo cargo de los documentos y se despidió.
      -No puedo aguardar a que despierte. Es preciso salir urgentemente. ¡Sexto, cuando venga en sí debes intentar averiguar que habló con  Octaviano[2], y que le ha ocurrido!
      -A juzgar por lo que lleva escrito en su cuerpo, no hay duda de ello, ha debido encontrarse con hombres de Lépido, o Marco Antonio ¿no crees Vibio? –le contestó su compañero.
      -No saquemos conclusiones aún –paseó por la habitación en círculos, muy reflexivo-. Estas heridas no son de hace semanas, son muy recientes. Han podido ser emboscados por bandidos. Aunque… desviarse a su paso por Tarraco[3], o de Saguntum para aparecer en Lauro, parece por algo más grave que un tropiezo con simples bandidos. Por eso, es imprescindible hablar con él y averiguar que ocurrió, y que planes tiene Octaviano desde Roma. Sea cual sea el desenlace, aguarda aquí. Te enviaré a tus hombres a recogeros y nos veremos en Saguntum.

Dicho esto, la chica lo acompañó hasta la calle, y él, antes de subir a su montura, le pidió que pusiera a cubierto y oculto el caballo de su compañero.
La muchacha le enseñó los restos del pretoriano incinerado, y le entregó lo que todavía estaba servible: casco, escudo, gladio y pugio[4].
Seguidamente, se marchó.
La muchacha subió, luego, otra vez a la habitación y se dio cuenta que el militar bostezaba repetidamente. Le ofreció una guardia de tres horas para que descansase e irse relevando mutuamente. Él aceptó de buen grado. La chica le dispuso una habitación improvisada en el desván, arriba de la trampilla con la escala de cuerda.
El militar se llamaba Sexto Petrus, nacido en la mismísima Edeta[5] en el día de su destrucción por las tropas de Sertorio, en batalla contra Cneo Pompeyo el Grande. Era paisano de la muchacha, quien a pesar de ser descendiente de los Flavio,  originarios de Veius[6], tenían muchas posesiones cerca de Valentia Edetanorum, después de que los veteranos de Décimo Junio Bruto Galaico se asentaran allí, hacía casi cien años, ya . 
Sexto tenía treinta años, y provenía de familia acomodada, pero no rica. Su familia, tras la destrucción de Edeta dejó éstas tierras para instalarse más al norte, cerca de Saguntum. Fue reclutado en la subprovincia de la Edetania, de la región Tarraconense, en la provincia de la Hispania Citerior, para servir en la IX Legión del nuevo Legado[7] Tito Flavio, y había sido trasladado desde su Hispania natal al corazón del Imperio en una odisea interminable de idas y venidas de su cohorte[8] paseándose por  las campañas militares de César.
Era un jinete magnífico pues desde niño había cabalgado a lomos de los mejores caballos del mundo, allí en su tierra. Tenía la tez morena, tupida con barba de varios días, y a pesar de mostrar cansancio, su porte era magnífico. Su expresión seria no reflejaba, para nada, sus verdaderas emociones que, aunque a veces le costaban asomar, eran nobles y sinceras.

Invitado por la chica, Sexto se echó a descansar, pero su propio cansancio no le permitió dormir. Daba vueltas sobre su lecho sin encontrar acomodo. El estado en el que había encontrado a Tito le producía angustia y ansiedad. Cuando consiguió tranquilizarse, recordó unos hechos muy lejanos en lugar y en tiempo. Unos hechos que le habían hecho estremecer siempre que los recordaba.




[1] Nombre romano de Sagunto.
[2] Cayo Octavio Turino. Hasta el 44 a.C. “Octavio”, entre el 44 a.C. y el 27 a.C. Julio César “Octaviano” y  a partir de entonces “César Augusto”, primer emperador romano.

[3] Nombre romano de Tarragona.
[4] Puñal o daga.
[5] Nombre íbero de Líria.
[6] Veyes, en Italia.
[7] General romano de rango senatorial, con mando sobre legiones.
[8] Unidad militar equivalente a la décima parte de una legión, compuesta  por tres manípulos (de 160 legionarios), cada uno compuesto por dos centurias (de 80 legionarios)