Lauro, junio del año 44 a.C.
El jinete que se llevó el pequeño cofre de madera del malherido Tito
se llamaba Vibio Baro y, al igual que Sexto, tenía treinta años. Era un joven
de familia acomodada, residente en Narbo Martius[1], la
capital de la Narbonensis. Su condición económica le daba el derecho de servir
al Imperio como équite, pero además, la influencia de un conocido de la familia
le facilitó abandonar provincias y dirigirse a conocer Roma, para luego
incorporarse a filas en el acuartelamiento de Telo Martius, donde coincidiría
con su, todavía por entonces desconocido, amigo Sexto Petrus.
Ambos servían a Tito Flavio como centuriones de su guardia pretoriana,
y habían tenido el honor de hacerlo también con César. Ahora esperaban su
nombramiento como tribunos laticlavios[2],
consejeros del Legado propretor de César,
Tito Flavio.
Igual que Sexto, era moreno, pero con la piel bastante más clara debido
a la ascendencia celta de su madre. Era un hombre leal, muy astuto y un gran
líder, con gran confianza y determinación.
Después de salir de Lauro a galope tendido, a once leguas lo deberían
esperar, acampados, los hombres de su turmae y los de la de Sexto. De allí,
deberían regresar hacia Saguntum.
Cabalgaba a galope sin aminorar la marcha, y la imagen de su viejo
amigo Tito, a un paso de la muerte y destrozado por las heridas, le causó gran
pesar. Alivió esta imagen tan reciente con otra totalmente contraria y muy
alejada en el tiempo.
Roma, marzo del año 56 a.C.
Hacía ya muchos años, un joven Vibio Baro dejó su tierra al sur de la
Galia, para ir a Roma.
Apenas llegó a Roma, con absoluto desconocimiento del lugar y de sus
habitantes, buscó indicaciones que lo dirigieran a la casa de Fausto Sila.
Fausto era hijo de Lucio Cornelio Sila, el dictador. Su padre fue uno
de los mayores políticos y militares que había dado el imperio, y para muchos,
el mayor sanguinario. Había luchado en Hispania contra Sertorio, y contra el
padre de Vibio.
Fue, precisamente, el padre de Vibio quien le había salvado la vida,
en cierta ocasión, protegiéndolo de unos bandidos. De ahí la extraña relación
de Vibio con semejante personaje.
Sila quería emular a su padre y
tenía especiales dotes para la vida política, estaba rodeado por padrinos
importantísimos, entre ellos Cicerón que, al igual que el resto de senadores
conservadores, veían en él un hombre fuerte para la defensa de la causa
republicana de los optimates. En los círculos de confianza republicanos se
comenzaba a proponer como candidato a la pretura[3],
aunque finalmente alcanzaría el grado de cuestor.
Vibio quedó sorprendido por la escasa atención que se le prestaba al
requerir indicaciones que lo ayudasen a llegar a su destino. Toda la gente
andaba ensimismada, solos o acompañados, pero siempre absortos con sus
quehaceres. Vibio pasó por varias zonas de la ciudad, permitiéndole hacerse una
primera idea de lo que era Roma. Lo primero que le llamó la atención era que, una
vez entró en sus primeras calles, desapareció el horizonte y sus colinas. Había
edificios de tres y cuatro alturas, y otros que, aun sólo de una altura,
superaban a los anteriores. Muy a menudo, encontraba templos para todos, y cada
uno, de los dioses. Encontró sectores urbanos que diferían mucho entre sí
porque, aun estando todos empedrados y dotados de servicios, una zona era de
edificios de madera, otra de madera y piedra, otra de piedra y mármol, y había
otras zonas hermosísimas de mármol y alabastro, llena de construcciones
conmemorativas, más templos, más palacios, y toda una serie de edificios que
eran muestra del grandísimo poder romano. Unas zonas tenían callejuelas, otras
zonas, calles, y otras, elegantes vías con anchura para varios carros. Y por
todas ellas, de vez en cuando, se veían pasar patrullas de legionarios haciendo
funciones públicas, o escoltando a personajes ilustres. Y un bullicio tremendo,
causado por cientos de personas que iban en todas las direcciones.
Esperó el paso de la siguiente patrulla, y preguntó al decurión al
mando.
-¡Decurión,
busco la casa de Fausto Sila! –dijo Vibio dirigiéndose hacia la patrulla.
-¿Quién
eres, muchacho? ¿Qué te relaciona con Sila? –le interrogó el decurión.
-¿Qué te
importan mis circunstancias? – contestó el joven.
-¡Por
todos los dioses!, ¡eres galo, ¿verdad?! -exclamó el decurión, notándole el
acento al joven-. Dime, galo, ¿qué asuntos traen a un provinciano como tú, a
Roma?
-¡Mis
asuntos, míos son! – respondió el muchacho, y con un gesto de orgullo decidió
volverse de espalda para seguir su camino, despreciando los comentarios del
militar.
-¡Espera,
hombre, espera! ¿Acaso habéis perdido el sentido del humor en la Galia? Te
escoltaremos a la villa de Sila, no está lejos, pero es preciso conocer tu
identidad y motivos, pues debemos informar de ello tratándose de un personaje
tan notorio como el que buscas.
-Agradecido
quedo entonces. Me llamo Vibio Baro, vengo de la Narbonensis, y me dirijo a
visitar a un amigo de mi familia. Por cierto…, los galos somos famosos por
nuestra predisposición al jolgorio y el ocio. Ambos, campos muy propicios para
cosechar sentido del humor.
-¡Por
Júpiter que te juzgue mal! Pero… no es menos cierto que si a los galos os han
atribuido tal título es porque a los hispanos nos sobra tanto reconocimiento
por lo mismo, que entregamos el sobrante a Roma para que lo reparta como le
venga en gusto –replicó con mucha habilidad el decurión, ante la atónita y
estúpida mirada de su patrulla que no entendió la broma.
-¡Por Marte
que sois un bocazas, decurión! ¡De buena gana os mostraría como bebe y ríe un
galo!
-Te daré
la oportunidad para ello, muchacho. Un día de éstos te buscaré y haré que beses
mis sandalias para rebajar ese orgullo.
-Habéis
dicho que sois hispano. ¿De dónde? Tengo parientes allí. – preguntó con
curiosidad Vibio.
-Soy
natural de Corduba. Me llamo Cayo Marcelo.
-Yo,
aunque nací en la Narbonensis, desciendo de la región de Ampurias. ¡Así pues,
beberás y reirás con otro hispano! ¡Por eso estaba seguro de poder vencerte!
Ambos se rieron a carcajadas ante el resto de
legionarios, ninguno de los cuales, decididamente, tenía el más mínimo sentido del humor.
-Dime,
Cayo Marcelo, ¿cómo has venido a parar a Roma desde la Hispania Ulterior? Tenía
entendido que el servicio en Roma estaba bastante restringido, y además el
clima bélico, todavía tibio en Hispania, debería haberte retenido por allí.
-Así es, Baro. De hecho, provengo de una
cohorte de la Legión Hispana que sirve a los intereses de Julio César con destino
en Tarraco. Mi estancia en Roma es circunstancial y efímera. Bueno…, eso
espero.
Vibio creyó que Cayo Marcelo no quería profundizar
mucho en los motivos de su estancia en Roma. Y era algo perfectamente
comprensible: declararse al servicio de Julio César ante alguien que va a
visitar la casa de Sila, como amigo, era una combinación de elementos muy
inestable.
Vibio intentó romper la tensión, aclarando sus
intenciones.
-Mi
destino es Telo Martius. Voy a combatir bajo las órdenes de César en la Galia,
y mi estancia en Roma también es momentánea. Deseo hacer carrera política, y
quiero servirme de un conocido de la familia para hacerme un hueco, desde
dentro.
-Y el conocido de tu familia es Fausto Sila,
¿no?
-Exacto.
-No
quisiera que te molestaras con lo que te voy a decir pero… -antes de que Cayo
Marcelo acabara la frase, Vibio lo interrumpió en seco.
-No
simpatizo con él. Cualquier romano de provincias sabe bien lo que representa el
nombre de Sila. Y yo, igual que tú, créeme. Mi visita, como te he comentado, es
interesada.
Después de esto, Cayo tuvo más claras
las intenciones del muchacho.
-Descubrirás
que Roma no es lo que creías. Antes de llegar te imaginas que es la mismísima
villa de Júpiter, que de sus fuentes emana vino, y hasta habrás oído alguna vez
que en Roma se cagan sestercios y se mea mosto. No, Vibio, Roma es muy
peligrosa. Cuídate de tus influencias, muchacho. La rivalidad política es tal
que no hay día sin que se produzca un atentado y cien sobornos. Si quieres
saber que hago en Roma, te diré que protejo a ciertos senadores amenazados de
muerte por Cicerón y su banda de canallas.
-Conozco
la rivalidad entre optimates y populares, puedes creerlo. Y conozco bien la
calaña de Sila.
-¡Por
Marte, que son peligrosas tus palabras! Cuídate mucho no sólo ante Sila, sino
sobre todo ante Cayo Claudio, o Curión. Todos ellos rinden cuentas a Cicerón, y
éste, a pesar de su exilio es el que los dirige a todos. Reprime tu lengua y
pasarás desapercibido.
-No deseo
esconder mis ideas.
-Muchacho,
siendo prudente no escondes tus ideas. En Roma hay también buenos hombres,
búscalos y pídeles su tutela, pero no la busques nunca en Sila. Si eres capaz
de encontrar a los que te recomiendo, no tendrás dificultad en localizarme.
-Lo tendré en cuenta.
Estaban ya próximos a la villa de
Sila, y tuvieron que detener la conversación.
Cayo Marcelo era un militar recto y
serio, en la misma medida que su personalidad era alegre y desenfrenada.
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