En aquel momento inicial, sin tener ni idea del tema de mi novela, me dejé llevar por sentimientos dramáticos, tal y como se deduce de su lectura. Aparece un hombre destrozado por severas heridas, y pocas líneas después la historia se interrumpe por cuatro lustros, olvidada por motivos laborales. Los mismos motivos, pero inversos, son los que permitieron que dedicara el tiempo necesario para concluir la novela, retomándola con el mismo sentimiento dramático que ya se leía en ella. No me costó nada reemprenderla con soltura, tan sólo el tiempo en el que se me ocurrió buscarle un lugar a mi localidad de residencia, Llíria (Lauro romana), en uno de los capítulos más intensos de la Historia: El fin de la República romana.
De éste modo, puse lugar y fecha para la acción, y la historia comenzó como sigue a continuación:
EL FIN DE LA REPÚBLICA
Capítulo 1
Lauro[1],
junio del año 44 a.C.
Postrado, mutilado, y
desencajado por el dolor de las heridas, aquel hombre miraba hacia la ventana.
No tenía noción de dónde estaba, ni de quién era.
Yacía en decúbito supino,
rígido, con el brazo derecho sobre el pecho y el izquierdo pegado al tronco.
Sólo veía un poco de cielo,
blanquecino por las espesas nubes que lo manchaban, pero él imaginaba estar
contemplando una panorámica mucho más vasta y despejada. Creía estar rodeado
por el mar, y sobre éste, un cielo nítido y cálido de un tono celeste oscuro
impecable. Giraba sobre sí mismo trescientos sesenta grados, y sólo veía la
perfecta línea del horizonte, con el sol en su cenit.
De repente, como causado por
el mareo de su giro imaginario, empezó a alucinar con imágenes que, a modo de
destello, le iban surgiendo de sus recuerdos más profundos. La sedante visión
del mar en calma con un horizonte llano y azul se esfumó al emerger unas
imponentes montañas de nevadas cumbres y abruptos precipicios, cuyas faldas
estaban tejidas con espesos bosques de abetos, con una bella combinación de
verdes que, en contraste con el marrón de la tierra y el blanco de las nieves
perpetuas, componían una hermosísima estampa. Más abajo, en la llanura, el
cielo se reflejaba en el agua cristalina de pequeños lagos, y alrededor de
éstos, manadas de caballos pastaban en las praderas.
Súbitamente, emitió un gemido
de dolor, e instintivamente una subida de adrenalina le tensó los nervios, al
tiempo que llevó su brazo derecho hasta el hombro izquierdo. Se vio caído en el
suelo con la espalda mojada por la hierba, los cabellos y el sudor le
provocaban un terrible escozor en los ojos, y se oían gritos de lucha. En su
hombro había una flecha clavada muy profunda. Recordó un pie pisándole el
pecho, y dos brazos estirando de la flecha, la cual salió con tanta energía
como dolor le dejó. Esta última imagen fue superior a sus fuerzas y, con una
fuerte exhalación, quedó inconsciente.
Los rayos del sol le incidían
directamente en su cara, y se apreciaba una expresión severa, de gran dureza de
rasgos. Su, más bien, avanzada edad le había configurado su nariz y orejas de
una talla notable, hasta el punto de darle un aspecto algo grotesco. Sus ojos,
ahora cerrados, eran tan verdes como la esmeralda, y daban fuerza a la
expresión dura que ofrecía el conjunto del rostro. Lucía una canosa barba de
muchos días, y cabellos grises.
Su piel era dura, con arrugas
muy pronunciadas en la frente y alrededor de los ojos. Sus labios resecos
estaban cortados, y en sus comisuras se apreciaba la saliva blanca, espesa y
reseca del que ha padecido deshidratación. En sus manos recias y escamosas
aparecían unos dedos agarrotados, totalmente inmóviles. La tensión que
soportaba su cuerpo, por sus múltiples heridas y magulladuras, se reflejaba en
sus dedos, ninguno de los cuales mantenía su forma, sino que más bien estaban
montados unos sobre otros, apilados como troncos de madera. Ambas manos
presentaban multitud de cicatrices, pero era en la mano izquierda dónde había
algo que destacaba sobre todos sus rasgos. A pesar del vendaje que la cubría,
se apreciaba que le faltaban los dedos meñique y anular.
El camastro sobre el que se
postraba era una tabla de madera, adecentada con una tela doblada por la mitad,
que hacía la vez de cubre y de sábana. Un montón de paja extremadamente seca le
servía de colchón, y de ella asomaba algún retal de tela sucio por la sangre
que había ido perdiendo. La sangre también había manchado casi toda su
vestimenta, la cual estaba en gran parte al descubierto, pues la sábana no
alcanzaba a cubrir toda su talla.
En su túnica blanca también se
mostraban manchas de sangre, unas como costra ya negruzca, y otras todavía frescas y de puro carmesí.
Tanta sangre daba idea de la carnicería que tenía aquel hombre repartida por
todo su débil cuerpo.
Mantenía una respiración fuerte
y un ritmo cardiaco perfectamente acompasado, pero su cuerpo estaba casi
inmóvil, salvo por un espasmo nervioso en su pierna izquierda, atravesada por
una flecha desde la parte trasera del muslo hacia la parte delantera, asomando
la punta por la rodilla. Gracias a que
la flecha seguía en la herida no se había desangrado aún pero, en cambio, una
infección monstruosa le provocaba una terrible supuración, y presentaba
necrosis desde la pantorrilla hasta el pie, todo lo cual tenía al descubierto
haciendo las delicias de un puñado de moscas.
La habitación era amplia,
construida de troncos de madera revestidos con mortero, muy limpia y despejada
de muebles, y con un par de ventanales opuestos y orientados a este y oeste.
A la puerta se accedía por una
escalera y, a su vez, la habitación tenía una escala de cuerda para acceder más
arriba, a un altillo cuya trampilla estaba cerrada.
Además del camastro, en la
habitación sólo había un viejo baúl con la tapa abierta, y un hato hecho con
tela roja que, a juzgar por su volumen, no contenía mucho equipaje, y que
estaba bien anudado con un trozo de cuerda de esparto.
Un poco más retirado, en el
suelo, había una coraza dorada, con el peto y el espaldar desatados por un
costado, dos brazaletes de cuero, unas sandalias, un casco y un gladio[2].
La puerta de la habitación
estaba entornada y, al ser empujada desde fuera por un pie, se abrió por
completo con un chirriar agudo y prolongado de sus tres bisagras. Por ella
asomó una muchacha de no más de veinte años, con un cubo de madera lleno de
agua y varios retales de lino.
La muchacha tenía el cabello
ondulado, castaño, y le caía hasta mitad de la espalda. Su rostro era muy
hermoso, con grandes ojos oscuros, y una piel muy blanca y brillante.
Se acercó hasta el hombre con
cara de preocupación y lástima, que se transformó enseguida en sonrisa y alivio
cuando comprobó que todavía respiraba.
Desde dentro del cubo de agua
sobresalían unas pequeñas ramas con hojas verdes, muy abundantes, y que
desprendían un intenso olor medicinal.
La muchacha vestía como una
campesina, pero en sus gestos no había rudeza, sino que se movía y trataba al paciente con
extrema delicadeza.
-¡Tío Tito! ¿Estás despierto? –le preguntó
al herido, aún sabiendo que no lo estaba.
Se arrodilló junto a él, a la altura
de su maltrecha rodilla y, con las cocidas hierbas del cubo y un retal hizo una
cataplasma, la cual colocó con cuidado sobre la brutal herida de flecha.
Pasados unos instantes en los que limpió todos los líquidos supurados, y se
deshizo de las moscas, tocó la punta de flecha, y ésta se movió por la holgura
de la carne desgarrada, entonces, aprovechando el estado inconsciente de su
tío, no dudó en concentrarse para calcular el movimiento y estiró con perfecta
precisión de la punta hacia fuera. Eran unos veinte centímetros entre hierro y
madera, tras los cuales salieron otros tantos de coágulos ennegrecidos y
apestosos. La herida, ya sin tapón, no dejaba de supurar y sangrar. La muchacha
sumergió más trapos en aquel cubo y preparó un vendaje que cubrió toda la zona
afectada.
Una vez hubo limpiado las
heridas, recogió todo y volvió a salir de la habitación. Aquel pobre hombre
seguiría inconsciente hasta el día siguiente.
La muchacha estuvo preparando,
en la planta baja, otra habitación con mejores condiciones, para cuando se
notase mejoría en el herido, y se pudiera trasladar sin peligro ni dificultad.
La habitación provisional que
estaban utilizando no tenía suficientes comodidades para vigilar y cuidar a un
enfermo, pues, aunque no era una mala estancia, sí era muy incómodo tener que
subir y bajar tantas veces por la escalera. De momento habían pensado que
arriba estaría más protegido en el caso de que lo hubieran perseguido sus
atacantes, pero ahora estaban ya de camino los que lo tenían que proteger, y ya
no habría lugar para un celo tan incómodo.
La casa no parecía un
domicilio permanente sino, más bien, una casa de campo utilizada sólo en épocas
de cosecha. Sus dimensiones eran considerables, pero no por su zona habitable,
sino por un bellísimo atrio cargado de ornamentos florales y un pozo en su
centro. Estaba rodeado por una arcada con columnas de estilo corintio, con sus
hojas de acanto grandes y maravillosamente esculpidas. Entre las plantas y
flores, rodeando al pozo, una docena de esculturas daban la sensación de
compañía.
La casa estaba muy apartada de
la vía y, de no ser casual, nadie que desconociese su ubicación tenía fácil
llegar a ella. Rodeada por un frondoso pinar,
era casi imperceptible, tan sólo mostraba su posición la columna de humo
que arrojaba su chimenea, disimulada entre la docena de columnas de humo de
otras tantas casas de campo que se distribuían por aquel ancho paisaje de
bosque y tierras de labor.
Comenzaba a refrescar la
tarde, y la muchacha salió fuera de la casa, cogió unos tarugos y entró
enseguida. Al momento, volvió a salir con una vasija de agua en la mano, rodeó
la casa y apagó los rescoldos de una hoguera. Después, entró definitivamente en
el edificio y subió otra vez a comprobar el estado del herido, al que encontró profundamente
dormido. Se quedó un rato junto a él, sentada en el baúl, y cada poco se
asomaba, con extrema ansiedad, a la ventana, para ver si llegaban los que
esperaba.