Historiletras

viernes, 29 de noviembre de 2013

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jueves, 28 de noviembre de 2013

Libro I. Capítulo VII

Lauro, junio del año 44 a.C.
La luz del alba empezaba a enrojecer el cielo, y la brisa, que había soplado suavemente toda la noche, arreció convirtiéndose en un verdadero vendaval.
Sexto, se giró al percibir un movimiento. Era Tito, que estaba despertando.
      -¡Flavia, Flavia! ¡Tito está despertando! –gritó enseguida, llamando a la chica.
En un instante, mientras se acercó al herido, llegó la muchacha.
      -¡Tito, despierta, soy Sexto! ¿Me reconoces? Habla.
Se hizo un silencio mientras esperaron la reacción de Tito, que abrió sus ojos verdes llenándolos de expresividad al reconocer los rostros.
      -¡Flavia, hija! ¡Sexto! ¡Por los dioses! ¿Dónde estoy? –dijo con dificultad.
      -¡No, tío! No te esfuerces. Estas malherido, en casa. –le respondió la chica.
Parecía que el profundo sueño lo había reparado bastante, y su lucidez animaba a pensar en una pronta recuperación, pero su pierna estaba terriblemente gangrenada.

Flavia era hija de Quinto Flavio, hermano de Tito. Ambos, hijos de Marco Flavio, opositor a Pompeyo el Grande y uno de los más notables lugartenientes de la primera época de Quinto Sertorio, en la que hallaría la muerte durante la Guerra Social. Ella, viendo la recuperación de su tío bajó a prepararle la cura de hierbas y algo de alimento. Mientras, Sexto quedó para interrogarle.
      -¡Mi bolsa! ¡Coged mi bolsa, y poned en marcha mis órdenes, no hay tiempo que perder! –dijo el herido a Sexto.
      -Descuida, está todo en poder de Vibio. –le contestó Sexto.
      -Tito, necesitamos saber qué planes tiene Octaviano.
      -Octaviano confía en que su posición de heredero de Julio César lo sitúa por delante de sus rivales. Ni Marco Antonio ni Lépido tienen suficiente fuerza para oponerse. Claro que, siempre que no se alíen. Pero es muy poco probable conociendo sus propias ambiciones. A pesar de todo, Octaviano fue informado de una supuesta traición mía contra sus intereses, y de mi implicación en la muerte de Julio César. De ahí que me ordenase acudir a audiencia en Roma, y de ahí el máximo incógnito de mi viaje.
      -A pasado tanto tiempo, Tito. Creímos lo peor. Desde que saliste hacia Roma, llegas con un retraso de varias calendas. ¡No debiste ocultarnos la magnitud del objeto de tu viaje! ¡Yo debería haberte acompañado! ¿Qué pasó? –le preguntó Sexto.
      -Era imprescindible camuflar mi viaje, y cuanto más, mejor. Octaviano aún lo desconoce, pero hay una conspiración maquinada por un viejo conocido, Manius Milo. Todo gira en torno a ese canalla, y en torno a mi pasado popular, a favor de Julio César, y en contra Pompeyo y de los optimates –se detuvo fatigado y tosió- Octaviano no ha llegado a dudar de mí. En los últimos años ha habido una sombra oculta sobre Roma, proyectada por Milo. Su mente maquinó el apoyo del Senado a Pompeyo, provocando la guerra civil. Maquinó el asesinato de Julio César y creó todo tipo de intrigas –volvió a toser y se dolió del pecho-. Esta promoviendo una alianza secreta entre Sexto Pompeyo y Lépido, con parte del Senado, para borrar todo signo de los populares. Pretenden una República de optimates sin resistencia. Por su parte, Octaviano tiene planes de conseguir el título de Augusto, aboliendo la República definitivamente y haciéndose emperador divino. Para ello, necesita contener las pretensiones de Lépido y Antonio. Pero mientras la sombra de Milo planee sobre nuestras cabezas, no existe plan seguro. ¡Buscar en mi bolsa, y poned en marcha mi plan!
      -¡Manius Milo! ¡Infame bastardo! Descuida Tito, Vibio se encarga de ello. Dime, ¿quién os atacó en vuestro regreso hacia Tarraco? –le preguntó Sexto.
      -Mi salida hacia Roma tuvo que ser sigilosa y secreta. Octaviano sabe de la presencia de espías de Marco Antonio y Lépido en todas las esquinas, incluso espías de Sexto Pompeyo. Era primordial que nadie, ni siquiera vosotros, conocierais tampoco el itinerario de mi regreso.
El viaje de ida, en barco, ya fue muy arriesgado. Sexto Pompeyo tiene patrullas de mercenarios piratas desde las Balearicas hasta Corsica. Afortunadamente salimos airosos. Finalmente, conseguimos llegar a Roma de una pieza. –Casi no pudo terminar el relato. Le fallaba la voz y le faltaba aire.
Flavia entró en la habitación con una sopa y un vaso de agua, y viendo que el herido se fatigaba al hablar, intervino.
      -Descansa tío. Después de comer algo ya seguiréis vuestro relato.
La muchacha se colocó junto a Tito, de pie a la altura de la cabecera del camastro, y comenzó a darle ella misma la comida.
Después de haber tomado alimento, volvió a desmayarse al no poder soportar el terrible dolor de su destrozada rodilla.
      -Es preciso que amputemos su pierna, Flavia. Si no lo mata esa gangrena, morirá de dolor. Hay que hacerlo ya, aunque sea una posibilidad entre mil que lo logremos. –dijo Sexto a la muchacha, que contuvo la respiración sin decir nada. Nada había que decir. Era impepinable, y se limitó a asentir con la cabeza.
Sexto se daba ánimos.
      -Lo he visto cientos de veces. Lo he visto miles de veces ¿Tienes un serrucho, Flavia?
      -Si, junto a los aperos de labranza. Traeré también vendajes y agua. -contestó Flavia, al mismo tiempo que salía de la habitación.
En pocos minutos, aprovechando el desmayo de Tito, llevaron a cabo la operación. Fue un rato terrible. Sexto estaba acostumbrado a ver todo tipo de carnicerías, pero la chica no. Aún así estuvo entera y firme todo el tiempo que duró.
Le cortaron la pierna a unos cuatro dedos por encima de la rodilla. Sexto se llevó aquel macabro objeto, porque ya no era otra cosa, a enterrarlo mientras Flavia se quedó vendando y limpiando a su tío.
Después de la operación, Flavia tenía que atender tareas de la casa, y Sexto volvió a quedarse haciendo guardia y recordando  su pasado en Telo Martius.
Telo Martius, febrero del año 56 a.C.
Una vez habían maquinado sus planes Manius Milo y Aurelio Meno, se ordenó formar a todo el personal en el patio para ver la ejecución del reo.
El ambiente era muy desagradable, en el poste plantado en medio del patíbulo se hallaba atado el desdichado legionario sobre el que se iba a reflejar la crudeza de la mente sin escrúpulos de Milo. Se llamaba Poncio Jacinto Verus, era plebeyo, romano, y su mayor ambición era hacer carrera militar porque la herrería de su padre la había heredado su hermano mayor. No tenía más de veinte años.
El muchacho estaba semiinconsciente, su clavícula destrozada le hacía mantener el brazo replegado sobre el cuerpo, y su ánimo le hacía tener su mirada hacia el suelo, perdida entre las comisuras de los tablones de madera. Ni lloraba, ni se lamentaba, su abatimiento era tal que no le dejaba emitir sonido alguno. Ni siquiera era consciente de su pena de muerte.
Manius Milo se colocó enfrente de toda la formación, quedando el patíbulo delante suyo, a su costado derecho. Entonces comenzó su discurso, con un tono grave y un volumen muy alto.
      -“Hoy es el día en el que nuestro honor, nuestro orgullo, y nuestro deber se manifiestan inequívocamente a favor de Roma. La lealtad que jurasteis todos se sobrepone a la traición de éste criminal. Ante vosotros tenéis el gusano de la manzana. Su traición estaba pudriendo el honor y la gloria de nuestras filas, conspirando en silencio y entre nosotros. En este documento tenemos la confesión de Poncio Jacinto Verus, en la que conspira junto a Aurelio Sexto Albus para el asesinato del Prefecto Lucilio Cinnianus. Los dioses han sido más benevolentes con Albus al no permitirle vivir hasta el día de hoy. En cambio, para escarmiento público, es nuestro deber aplastar al gusano para salvar el resto de manzanas. Poncio Verus, te condeno a ser azotado hasta la muerte por los delitos de sedición y asesinato. Daremos parte de tu traición, y para mayor escarmiento propondremos que en plaza pública sean azotados con no menos de veinte latigazos cada uno de los miembros de tu familia, y los de la familia de Aurelio Albus. Así todo el mundo se entere de vuestra vergüenza y sirva de advertencia para aquellos infelices cómplices o imitadores.”

Un terrible escalofrío corrió por la espalda de todos. Excepto por Milo y Meno, claro. Ellos habían dado el primer paso de un acuerdo privado que, pretendían, los impulsase en sus ambiciones. Ahora había que dar un segundo paso, más delicado, había que informar al César de lo ocurrido y de cómo se había resuelto, pero más aún, había que ganarse al César de manera inequívoca y logrando resultados suculentos.
Milo dio la orden de comenzar el castigo, y dos legionarios desnudaron al reo y lo irguieron, dejando así toda su espalda al descubierto. Uno de los milites cogió la vara de sarmiento y comenzó a azotarlo en tandas de diez varazos. El otro, acabada cada tanda hacía comprobación en el aliento y los latidos para asegurarse si ya había muerto, o no. Tras cada comprobación le indicaba a su compañero que siguiese, haciendo un gesto rotatorio, terrible, con el dedo índice de su mano.
Verus necesitó sólo treinta azotes gracias a que su mente hacía ya mucho rato que lo había abandonado, y como favor de los dioses, no se enteró de ninguno de los varazos, aunque su espalda sangraba abundantemente. Había sucedido alguna vez que, con aquella misma vara, se habían inflingido castigos de treinta, cuarenta o cincuenta azotes, sin ser condenas a muerte, e incluso varios de los que la habían probado estaban allí formados, viendo el espectáculo, llorando y recordando perfectamente el terrible dolor del sarmiento azote tras azote, desde el primero. Terrible.

En el cuartel de Telo Martius había, como en cualquier sitio, hombres buenos y malos, pero la cuestión de quién es el bueno o el malo es algo totalmente trascendental.
Allí, el peor era Manius Milo. Si hubiese sido un legionario, sus compañeros, antes o después, hubiesen hecho buena cuenta de él, pero el Prefecto en funciones tenía más poder que un dios.
Milo era un ser despreciable, era un excelente militar que conocía todos los secretos militares, pero su personalidad desprendía emociones a distancia. Su presencia provocaba mucho miedo en los legionarios. Todos conocían su sadismo y el placer que sentía haciendo daño. Ese motivo era por el que todos  sabían que el muchacho ejecutado era totalmente inocente.
Ese carácter obedecía a un gran complejo de inferioridad, que lo absorbía encerrándolo en lo más profundo de su mente. Desde ese abismo podía elucubrar las más malvadas ideas y los más retorcidos planes. Todo sin ningún atisbo de arrepentimiento, ni conciencia.
En el trato con sus superiores se solía mostrar su complejo, haciéndole mirar al suelo, o irritando con sus respuestas.

Era un manipulador nato, y no dudaría nunca en mentir ni moldear la realidad  para conseguir el provecho de cualquier situación o persona. Sus planes iban a ser grandes, y sus consecuencias, tremendas.

Libro I. Capítulo VI

Roma, marzo del año 56 a.C.
Acompañado por la patrulla, el jovencísimo Vibio Baro llegó a la villa de Fausto Cornelio Sila.
Su guardia personal acudió a la entrada principal alertados por la presencia de la patrulla. Fueron informados de la situación, y se avisó inmediatamente al tribuno Sila.
En unos instantes llegó, acompañado por una docena de sirvientes. Ofreció agua fresca a la patrulla, y ésta lo agradeció enormemente.
Una vez acabado el refrigerio, el centurión se despidió de Baro:
      -Recuerda muchacho, vendré a buscarte para enseñarte como bebe un hispano.
      -¡Vuestra inquieta lengua parece más de una vieja que de un soldado! ¡Hasta la vista! –le contestó Baro.
Ambos volvieron a reírse, de nuevo sin compañía de nadie. La patrulla se marchó inmediatamente.

Vibio estaba muy impresionado por el enorme alarde de poder y riqueza mostrado en el entorno de Sila. Por su parte, Fausto Sila estaba de pie, esperando que el muchacho se presentase, bajo un arco en la entrada de su lujosa villa urbana. Era un lugar bellísimo, con gran arboleda de pinos, abetos, robles, palmeras, bellísimas fuentes de piedra, y toda clase de comodidades y lujo. Por fuera, y por dentro.
Vibio se presentó:
      -Sila, soy Vibio Baro, mi padre os envía un afectuoso saludo y recuerdo.
      -¡Pasa, pasa! Considérate en tu casa. Me alegra recibir noticias de tu padre. ¿Qué asuntos te traen a Roma? –le preguntó Sila.
      -Después de la próxima calenda me incorporo a filas en Telo Martius, y confiamos que me aceptéis bajo vuestra protección aquí en Roma, y si fuera necesario, me ayudéis con vuestra influencia. Mi padre confía en que pueda labrarme mejor destino desde Roma que desde casa, en la Narbonensis. Es de dominio público la agitación que hay por todo el imperio por causa del reparto de poder entre cónsules y Senado. Con vuestra tutela, quiero intentar conseguir amistades que me ayuden en un futuro político después de servir en el ejército.
 - Será un honor que te quedes en mi casa el tiempo que quieras, pero has de saber que corren tiempos difíciles. La alianza secreta entre Julio César, Craso y Pompeyo era intuida, pero ahora ha sido revelada, y creo que la enemistad entre ellos acabará por desmoronar el sueño de Roma. Entre los tres acaparan todo el poder, y el que finalmente prevalezca logrará ostentarlo en solitario. Ahora Pompeyo no se fía de Craso, pero tampoco de Julio. Y ocurre lo mismo, pero al revés, con cada uno. Se sabe de una reunión, aunque supuestamente secreta, que ha convocado Julio César a celebrar en Lucca, y a la que, aún sin ser invitados, acudirá el Senado. Quizás sea la última ocasión que va a tener la República de frenar la crecida de poder en manos militares. Pero… no sigamos aquí, pasemos dentro. –dijo Sila, que cogió del brazo al muchacho, y lo entró en la villa.
Antes de pasar al edificio, pasearon por el jardín, dónde continuaron charlando amigablemente.
Era un jardín extraordinario, con flores que habían estallado ya, mostrando sus coloridos pétalos. Además de todo tipo de plantas, había un gran estanque lleno de peces y escandalosas ranas. Por las calles del jardín se veían pavos reales, con sus  recién  renovadas colas levantadas, alardeando, y graznando.
Fausto Sila siguió con su discurso.
      -Soy funcionario del imperio, y mi vida política me causa más preocupación que satisfacción. Casi no puedo ni siquiera salir sólo a pasear por mi propio jardín. Después de mi vuelta desde Jerusalem, junto a Pompeyo, he visto como mis enemigos están en cada esquina esperando mi paso para provocarme un tropiezo. Los optimates quieren hallar en mí su ansiado gran triunfo sobre los populares. Me han colgado toda su confianza, pero eso me acarrea muchos más enemigos. ¡Ojalá hubiera heredado la solidez y determinación de mi padre! –se detuvo un momento dubitativo-. Por cierto…tu padre, muchacho, conozco que está del lado de los populares, y tú ¿qué opinas de todo esto?
      -Yo soy demasiado joven. Y mi padre jamás olvidará cuando os conocisteis. –respondió Vibio intentando huir de un respuesta directa.
      -Sí…, -echó unas risas cortas-, ¡y que me salvó la vida!
      -Sí, exacto. Eso me contó. Tal y como están los ánimos políticos, confío que la diferencia de ideas no influya en ti. Espero no tener dificultades.
      -Por supuesto que no. Tengo una gran deuda con tu familia. –Fausto se mostró muy conciliador, y con esas palabras Vibio se sinceró con él-.
      -Desde nuestra casa, la visión que tenemos del conflicto es muy clara: consideramos la postura de los optimates como el principal problema. No buscamos vuestro exterminio, como sí buscáis vosotros la desaparición de los populares. Pretendéis el control absoluto político, económico y militar, para vosotros, en manos de unos pocos romanos. Pretendéis que el título de ciudadano romano no salga de Italia, y sin embargo pretendéis que os paguemos por ser romanos desde todo el imperio. Mi padre apoyó económicamente a Sertorio no con la intención de independizar Hispania o la Galia, de Roma, sino de rivalizar con ella si ella no nos asumía como parte igual. Nosotros nos consideramos romanos, pero como vosotros. Tenemos vuestra ley, vuestra cultura, vuestro arte, vuestra lengua, os pagamos tributos, luchamos para el imperio, pero no deseáis que seamos ciudadanos romanos. Además, pretendéis ostentar el poder económico, y declaráis enemigos a la casta de los équites, quien viendo vuestras intenciones está alineada con Julio César. Intuyo que, para cualquier provincia del imperio, le es indiferente su clase política, siempre y cuando se aplique justicia romana para todos. En las circunstancias actuales preferimos, sin duda, la disolución de ésta República podrida e injusta. –dijo Baro, notándose bien aliviado.
      -¡Por los dioses que serás un excelente político, muchacho! Tu oratoria es buena, muy buena. Ahora no deseo discutirte, eres mi invitado y procuraré que no te falte nada durante tu estancia en Roma. No dejes que la rivalidad de ideas suponga un abismo. Mi casa estará siempre abierta para vosotros. –dijo Fausto zanjando la conversación y levantándose del banco en el que se habían sentado. Seguidamente entraron en el edificio, donde Vibio quedaría asombrado.

A pesar de la belleza y grandiosidad de la parte exterior de la villa, nada hacía imaginar a Vibio lo que había en su interior. Fausto vivía en auténticos palacios. Tenía dos villas suburbanae[1], pero la mayor parte del año lo pasaba en esta villa, que aunque rural, no estaba demasiado alejada del casco urbano.
Disponía de termas, y el sistema de calefacción alcanzaba, incluso, las estancias de sus sirvientes y esclavos, que en total eran más de treinta. Su atrio tenía un precioso peristilo de columnas dóricas, rodeando un espacio ajardinado y con tres enormes fuentes.
En el interior del edificio, todas las estancias tenían el suelo decorado con grandes mosaicos de vivos colores, con motivos religiosos y bélicos.
Sus tres alturas hacían de él el edificio más alto de toda la zona, y desde su máxima altura se contemplaba una panorámica completa de Roma.
Tal era la belleza de la villa que los senadores optimates la preferían, sobre cualquier otra, para celebrar sus reuniones. Y allí, se tomarían muchas decisiones importantes.







[1] Residencia aristócrata en la ciudad.

sábado, 20 de julio de 2013

LA MUJER EN LA SOCIEDADES DEL PASADO

http://arquehistoria.com/las-mujeres-y-su-evolucion-en-la-historia-18067

Libro I. Capítulo V

Lauro, junio del año 44 a.C.
Tito estaba inmóvil en su camastro. La muchacha, sentada al lado del herido, daba cabezadas adormecida por el sopor que causaba la tranquilidad y el silencio. En el altillo Sexto Petrus seguía sin dormirse y recordando el pasado, en Telo Martius.

Telo Martius, febrero del año 56 a.C.
Se recordó junto a sus compañeros, llegados desde todos los frentes de batalla y de múltiples provincias del imperio. Hablaban de sus respectivas tierras, de sus mujeres, de las batallas vividas, de la vida militar y los años de servicio. Hablaban de todo lo posible para no pensar en el desgraciado incidente que condenó a muerte a su compañero.
Mientras, el Primus Milo ordenó que se presentase ante él al optio equitum[1]. Éste era un oficial que, por sus pocas luces, no tenía muchas perspectivas de ascender más militarmente. Por eso llamó la atención de Milo. Era perfecto para utilizarlo sin arriesgar mucho en su plan. Se llamaba Aurelio Meno, y era una auténtica nulidad como militar. Su condición de optio equitum le vino por influencia de su centurión, que prefirió asignarle un puesto sin trabajo físico, antes que tener que arrestarlo constantemente. Era un hombre pequeño, física y mentalmente, y eso lo convertía en inmejorable para los planes de Manius Milo.   
      -¡Optio, siéntate! –le ordenó Milo.
      -¡A tus órdenes, Milo!
      -Necesito tu complicidad y lealtad. Tengo buenas perspectivas para ambos. ¿Hasta dónde puedo contar con tu apoyo, Meno? –le preguntó Milo.
      -¿De qué se trata?
      -Con Cinnianus muerto soy, de facto, el nuevo Prefecto. César no podrá negarse de ninguna manera a mi ascenso, pues he trazado un plan irrevocable. Con mi ascenso podré nombrarte centurión para pasar a ser mi lugarteniente, amigo. Ascenderás a centurión en breve, porque espero en breve que César me nombre Prefecto, y heredar todos los honores que tenía reservados para su primo Cinnianus. Entonces, recibirás el mando de éste acuartelamiento y abrirás las puertas para alcanzar lo que nunca imaginaste.
      -Ambicioso proyecto tienes. ¿Cómo será posible? ¿Cómo atraerás sobre nosotros la gracia de Julio César?  –le contestó Meno, dudando.
      -Tienes un pequeño precio que pagarme, Meno. Jurarás que en nuestra ausencia de ayer encontraste, sin tiempo para dar parte a Cinnianus,  una confesión escrita que debes preparar,  del reo a un compañero maldiciendo a Cinnianus, brindando por su muerte y proponiéndole un plan de asesinato. Todo tiene sentido. La ejecución del infeliz será anunciada a César, y él tendrá buena cuenta de nuestros servicios, primero por la ejecución de un espía, y segundo por vengar la muerte de su primo.
      -Pero…vas a ejecutar a un milite[2], no a dos. ¿Con qué compañero se supone que conspiraba? –preguntó Meno intentando meterse de lleno en la maquinación. 
      -Está perfectamente calculado. Escucha bien. En la emboscada que nos hicieron al regresar de Massilia murió un legionario. –le dijo Milo casi riendo.
      -¡No lo entiendo!
      -¡Por los dioses! ¡Ambos serían los conspiradores!, ¿no lo entiendes? Pero… gracias a la muerte de uno ayer, en la emboscada, ahora sólo tenemos el trabajo de desprendernos del otro. Al reo no le daremos la opción de explicarse con nadie. ¡Ese legionario es perfecto para asumir la otra mitad de la culpa! Con tu testimonio y el escrito no habrá lugar a ninguna sospecha. –sentenció Milo.
      -Pero, ¿César nos otorgará tanta distinción por ello?
      -No duerme creyendo en una rebelión en bloque de todo su ejército. Cualquier gesto de lealtad lo toma como un mérito heroico, y premia a sus oficiales para ganar su fidelidad, en mi presencia le ofreció a Cinnianus el cargo de pretor, y con él, el mando de una legión. Yo lo asumiré en su lugar, y tú serás Prefecto. La llegada de la Legión IX a las órdenes de Flavio hubiera supuesto mucha incertidumbre para mi carrera, pero ahora, con la muerte de Cinnianus, hay huecos que podemos cubrir nosotros, amigo.
      -Cuenta conmigo, ¡Acepto! –exclamó Meno, que con su ambición bien alimentada no tardó en ser convencido.
Ambos se quedaron un rato más poniéndose de acuerdo sobre el fondo y la forma de su terrible plan.

Con los recuerdos de Telo Martius, y sin llegar a dormir,  finalizó el turno de guardia de la chica, que se acercó a la trampilla del techo de la habitación, y subió al desván para levantar a Sexto.
      -¿Estás despierto? Tienes que levantarte.
      -Sí, ya voy. No he podido dormir –se puso en pie, y se interesó por la chica-. ¿Cómo te llamas muchacha?
      -Flavia. ¿Y tú?
      -Sexto.
      -¿Llevas muchos años a las órdenes de mi tío? –le volvió a preguntar ella señalando al herido.
      -Sí, unos quince. Con sus malos momentos y con sus buenas anécdotas.
      -Mi tío es un gran hombre, seguro que debes apreciarlo. ¿Me contarías alguna anécdota? –le preguntó Flavia, sentándose en el baúl arrimado a la pared, e intentando crear ambiente familiar para Sexto.
      -Claro. Recuerdo cuando me reclutaron y me llevaron a Saguntum. Estábamos formados en el patio de armas cuando hizo entrada tu tío, el legado Tito Flavio, a supervisar el reclutamiento. Llegaron también dos legionarios con un cautivo especial: un caballo. Un animal extraordinario, auténtico pura sangre hispano. El caballo más espléndido que he visto en mi vida. Nadie conocía que era mío, pero sí se fijaron todos en que no era del cuartel, que lo habían capturado.  El animal estuvo siguiéndome hasta allí, donde fue visto y capturado.
Inquieto por verme y no poder liberarse de sus ataduras, y empezó a relinchar brutalmente como si lo estuvieran matando. Tito, confiado en calmarlo se acercó para acariciarlo, pero esto lo enfureció más todavía.
Tito desistió, y creyendo que sería divertido, nos lanzó un reto, ¡Quien consiga montarlo y dar dos vueltas al patio, se lo queda, y servirá a Roma como équite! Era una oportunidad tentadora, los équites son el cuerpo militar más prestigioso y sólo está al alcance de aquellos que pueden pagárselo, pues siempre se ha reservado a nobles y es trampolín para carrera política. Seguidamente se removieron una docena de voluntarios que se empujaban por ser el primero en probar. Uno tras otro caían de él, y algunos no conseguían ni montarlo. Mientras, Tito y yo nos divertíamos mucho, él esperando a alguien que lo consiguiese, y yo esperando ver cuantos tontos iban a seguir intentándolo. Finalmente no quedó ningún voluntario, y antes de que Tito dijera una palabra, salí yo. “¡Permitidme probar!”, grité. A lo que él me hizo un gesto con la mano invitándome a hacerlo, con la sonrisa de quien cree saber lo que iba a ocurrir. Me acerqué sigiloso, y haciendo una gran pantomima, lo acaricié y le di dos palmadas. Seguidamente lo monté y realicé las dos vueltas al patio, al tiempo que recibía vítores por mi hazaña.  Tito me felicitó y ordenó que me lo asignaran. Yo conseguí reconocimiento, y nadie supo nunca que el caballo ya era mío.

La muchacha se divirtió mucho con la anécdota, la cual logró crear ambiente de proximidad y confianza entre ambos. Luego siguieron hablando un buen rato, y Sexto le contó que tanto él como Vibio Baro, eran centuriones de caballería, pero servían personalmente a Tito como centuriones pretorianos.
Tenían el mando de una turmae, que constaba de 30 équites, a su vez dividida cada una en tres contubernos, comandadas por un decurión cada una.
No deseando entretener más a Flavia, la envió a descansar.
      -Vete y descansa tranquila. Si ocurre algo ya te aviso.

Flavia se fue a dormir sin decir ni una palabra más y Sexto quedó junto a Tito haciéndole guardia, no acertando ni a permanecer sentado ni de pie, sino que deambulaba por la estancia mostrando nerviosamente su preocupación.

El Legado Tito, legado propretor de Hispania y Aquitania era un personaje de inmensa talla e influencia. Su muerte era capaz de desencadenar unos efectos realmente catastróficos, pues después del asesinato de Julio César, él era una pieza clave para asegurar que la herencia del César recayera sobre su sobrino Octaviano, y de su figura dependía buena parte de la cohesión de los territorios occidentales.
A Tito le eran fieles varias legiones, y su muerte podría ser abono perfecto para que se desencadenara una desbandada total, al perderse el control en su área de influencia, alimentando el ansia de poder de los rivales de Octaviano. En especial de los más poderosos, Marco Antonio y Lépido.
Por otro lado, Tito tenía también el reconocimiento del pueblo. Tanto él como su hermano Quinto habían luchado junto a Sertorio por los derechos de las provincias. Todo ello le confería un extraordinario poder político y militar que podría haberlo enfrentado a Octaviano, Marco Antonio y Lépido en búsqueda de su propia gloria personal. Todos conocían éste detalle, y por ese mismo temor había sido llamado a consultas por Octaviano.
La espera de Sexto por la llegada de sus hombres iba a ser difícil. Tenía el temor de que los atacantes de Tito llegaran a descubrir pronto su ubicación, y ya pudieran estar cerca.


Vibio Baro llegó a la zona de acampada donde su turmae, y la de Sexto, le esperaban.
Dos legionarios salieron a su encuentro, uno para recogerle el caballo y el otro para recibir sus órdenes inmediatas.
Vibio se apeó y se dirigió directo a su puesto de mando.
      -¡Legionario, avisa a los decuriones de mi llegada y convocalos en mi tienda! –le dijo a uno de ellos, girando la cabeza hacia él mientras caminaba.
Al momento, sus tres decuriones, y los tres de Sexto, se presentaron en la tienda:
      -¡Ave, Vibio Baro! -le saludaron todos a la vez, y lo interrogaron-. ¿Lo has visto? ¿Está vivo? ¿Tienes órdenes?
      -¡Ave! Tito vive... al menos por el momento, pero está muy grave. No hemos podido saber de su boca lo que aconteció en su visita a Roma, pero Octaviano lo mandó escoltar, de vuelta, con su propia guardia pretoriana, y traía bastante documentación que he de revisar. –les explicó Baro.
      -Pero… ¡la situación es muy peligrosa! ¿No deberíamos protegerlo con más hombres?  –preguntó uno de los decuriones.
      -Está oculto en una cabaña de su hermano, y está al cuidado de su sobrina. Seguro que fueran quienes fueran sus agresores, si queda en pie alguno, lo seguirán buscando, pero dudo que lleguen a su escondite –dudó un momento de sus palabras-. No obstante ordenaré a los hombres de Sexto que se dirijan a recogerlos, y en cuanto Tito se recupere, ¡quieran los dioses que sea pronto!, que regresen a Saguntum. –dijo Vibio Baro.
      -¿Y bien, Vibio, cuáles son tus órdenes?
       -Al alba levantaremos el campamento y volveremos a Saguntum. Pronto los oficiales de todas las legiones fieles a Octaviano recibiremos las órdenes de Tito. Podéis marcharos. –ordenó Baro.

Cuando los seis decuriones abandonaron el puesto de mando, Baro se sentó en su escritorio y abrió el pequeño cofre de madera con los documentos de Tito, en los que se detallaban perfectamente los deseos de Octaviano de consolidar el triunvirato en alianza con Lépido y Marco Antonio para no desencadenar otra guerra civil, y de partir hacia Macedonia en busca de Bruto y Casio, los asesinos de Julio César. Pero además, Vibio encontró las órdenes y un documento que, de ninguna manera, esperaba.
Era una carta manuscrita por Milo, en la que se leía:

“De Manius Milo para Sexto Pompeyo.
Apreciado amigo,
Tu padre, el para siempre Pompeyo el Grande, y yo, sellamos una alianza involuntaria e invisible, que el azar guió y que su muerte no ha invalidado. Su ambición por erigirse dictador, aniquilando a Craso y a Julio César, la has heredado tú contra Octaviano, Marco Antonio.
Te confieso, amigo, una parte de mi pasado que desconoces tú, al igual que desconoce el mundo entero.
Asistí en Lucca a la reunión de Pompeyo, Craso y Julio César con el Senado. Allí, por un millón de denarios, me uní a los intereses de Craso. Nuestro plan oculto era renovar la imagen del triunvirato para no despertar sospechas, al tiempo que acabar con tu padre y con Julio César buscando sus descuidos. Todo en pro de un proyecto magno planeado con gran número de Senadores: la consolidación de una república de optimates, con Craso como dictador perpetuo, y yo con el control supremo del Senado.
Conspiré día a día de la mano de Craso, y con su dinero no me fue difícil entrar en la política. Conocí a varios de los Senadores más influyentes del partido de los optimates, y de esa relación nació un ardid perfecto para darle ventaja a Craso en relación con sus dos adversarios: asesinar a Julia, hija de César y esposa de Pompeyo el Grande, tu madrastra. Su asesinato era elemento suficiente para terminar por distanciarlos para siempre, y más con su rivalidad directa por conseguir la ambicionada condición de dictador. Craso, por su parte, manteniéndose al margen de una guerra directa entre los otros, tendría tiempo de ir aumentando su influencia. La muerte, por envenenamiento, de Julia llegó en el momento menos sospechoso: en el parto de tu hermanastro, quien también murió a los pocos días.
Los dioses retorcieron el destino y quisieron que Craso muriera en la batalla de Carras. Para mí no supuso ningún trauma, Craso no hubiera podido alimentar mis ambiciones porque tenía tantas para sí, que no le hubieran alcanzado para repartirme.
Era hora de buscar otra alianza que me permitiera ayudar a exterminar a los populares y me diera el poder del Senado. Mi trato con Craso me benefició de su influencia por su pasado en los negocios y en su éxito militar contra la rebelión de Espartaco. Ahora yo tenía que sustituir el hueco dejado por él.
Con la inmensa fortuna que me entregó no me fue difícil inmiscuirme en los proyectos de los optimates para buscar la caída definitiva de los populares y de Julio César, en particular y, en prioridad absoluta. Desde la sombra estaba protegido y, a la vez, guiaba los discursos de los optimates. De ésta manera influí para incrementar los poderes de tu padre y que la Guerra Civil fuera inevitable. Después de la derrota de Farsalia, y muerto tu padre en Egipto, solo restaba la muerte de Julio César para la completa renovación del poder de Roma. Conseguiríamos, sin César, la aniquilación de todos los populares y un nuevo orden político, sólo de optimates. La herencia de César ha resultado ser tan suculenta que le surgen sucesores que pretenden perpetuar sus objetivos de aniquilar al Senado. Ahora está todo preparado para que tú, Sexto Pompeyo, pactes con Lépido un reparto de poder. No tengas en cuenta la rivalidad de vuestros padres, y aprovecha su posición para hacerte fuerte.
Hay que conseguir que el testamento de César nunca recaiga ni sobre Marco Antonio, ni sobre su sobrino Octavio[3].
Influí en Bruto y Casio Longino para urdir y ejecutar el asesinato de César, y así lo hicimos según lo planeado, pero difamamos el nombre de Tito para que llegara a Octavio el rumor de que estaba, de lleno, metido en la conspiración.
Muerto el dictador, Roma estaba ya lista para ser heredada. ¿Por quién? ¿Marco Antonio, Marco Emilio Lépido, Octaviano, o… por ti?
Octaviano les ofrece un triunvirato que no podemos consentir. Su triunfo es la muerte de la República. Todo está listo para que una alianza entre Lépido y tú termine triunfando y destruya toda posibilidad de dictadura de Antonio u Octavio. Otra guerra civil estallará y, en ésta, no cometeremos los errores anteriores, ni los míos, ni los de tu padre. Mantén, junto a Lépido, una posición neutral. Acaparar fuerzas para buscar el mejor momento de debilidad entre Antonio y Octaviano y, sólo entonces, entraremos con nuestras legiones en Roma. ¡Roma  será por siempre una República de optimates!
Ahora, descubierta mi obra, reclamo tu reconocimiento. Pero todavía quedan enemigos que derrotar.
Tu padre luchó en Hispania contra Sertorio y contra alguien que puede hacer que nuestro plan se derrumbe: Tito Flavio.
Tito, Legado de Roma y Gobernador de dos de las más importantes provincias occidentales, es  fiel a Octavio como lo fue a su tío Julio. Tiene influencia sobre todas las legiones occidentales, y es hermano de Quinto, e hijo de Marco Flavio, lugarteniente de Sertorio.
Con su muerte se romperá el nexo de unión entre todo el ejército occidental y se nos abrirá un pasillo directo a Roma. Busca la neutralidad con los triunviros, pero absorbe las fuerzas que deje Tito Flavio.
Octaviano y Marco Antonio parten hacia Macedonia en persecución de Casio y Bruto, por el asesinato de César. He sembrado el rumor de que Tito estaba implicado en  la conspiración, y Octaviano lo ha reclamado. Tito ha acudido, de incógnito, a su llamada, y yo, con mi legión de mercenarios lo he interceptado para ofrecerte su cabeza. ¡Ahí tienes lo que queda del enemigo de tu padre!
Alejados Marco Antonio y Octaviano, y muerto Tito, sólo tienes que barrer toda resistencia desde Hispania y lograr una alianza con Lépido. Pacta con Lépido ya, aprovecha la situación, tiempo habrá de hacernos cargo de él cuando triunfemos.
Si juegas bien, amigo: El Imperio es tuyo, y Roma, mía.
Firmado: Manius Milo”

-¡Por todos los dioses! ¡Milo, canalla! –exclamó Vibio Baro en voz alta, de manera  irreprimible.
Vibio supo que Tito era más necesario ahora que nunca. ¡Precisamente ahora, que estaba en peligro de muerte! Por lo menos, tenían una baza: Tito había interceptado la carta de Milo a Pompeyo, y les daba cierto tiempo para planear los movimientos. Había algo que podía inclinar la balanza, y era el respeto mutuo entre Tito y Lépido. Los planes de Milo no fructificarían mientras él estuviera con vida. Con su muerte, Lépido podría girar como una veleta.
El cansancio pudo con Vibio, leyó las órdenes que Tito había incluido entre sus documentos, y desfalleció. El día siguiente había que empezar a diseñar y poner en marcha un asombroso plan.




[1] Oficial asistente del centurión de caballería.
[2] Soldado.
[3] Véase nota número 3.

lunes, 15 de julio de 2013

Libro I. Capítulo IV

Lauro, junio del año 44 a.C.
El jinete que se llevó el pequeño cofre de madera del malherido Tito se llamaba Vibio Baro y, al igual que Sexto, tenía treinta años. Era un joven de familia acomodada, residente en Narbo Martius[1], la capital de la Narbonensis. Su condición económica le daba el derecho de servir al Imperio como équite, pero además, la influencia de un conocido de la familia le facilitó abandonar provincias y dirigirse a conocer Roma, para luego incorporarse a filas en el acuartelamiento de Telo Martius, donde coincidiría con su, todavía por entonces desconocido, amigo Sexto Petrus.
Ambos servían a Tito Flavio como centuriones de su guardia pretoriana, y habían tenido el honor de hacerlo también con César. Ahora esperaban su nombramiento como tribunos laticlavios[2], consejeros del Legado propretor de César,  Tito Flavio.
Igual que Sexto, era moreno, pero con la piel bastante más clara debido a la ascendencia celta de su madre. Era un hombre leal, muy astuto y un gran líder, con gran confianza y determinación.
Después de salir de Lauro a galope tendido, a once leguas lo deberían esperar, acampados, los hombres de su turmae y los de la de Sexto. De allí, deberían regresar hacia Saguntum.
Cabalgaba a galope sin aminorar la marcha, y la imagen de su viejo amigo Tito, a un paso de la muerte y destrozado por las heridas, le causó gran pesar. Alivió esta imagen tan reciente con otra totalmente contraria y muy alejada en el tiempo.


Roma, marzo del año 56 a.C.
Hacía ya muchos años, un joven Vibio Baro dejó su tierra al sur de la Galia, para ir a Roma.
Apenas llegó a Roma, con absoluto desconocimiento del lugar y de sus habitantes, buscó indicaciones que lo dirigieran a la casa de Fausto Sila.
Fausto era hijo de Lucio Cornelio Sila, el dictador. Su padre fue uno de los mayores políticos y militares que había dado el imperio, y para muchos, el mayor sanguinario. Había luchado en Hispania contra Sertorio, y contra el padre de Vibio.
Fue, precisamente, el padre de Vibio quien le había salvado la vida, en cierta ocasión, protegiéndolo de unos bandidos. De ahí la extraña relación de Vibio con semejante personaje.

Sila  quería emular a su padre y tenía especiales dotes para la vida política, estaba rodeado por padrinos importantísimos, entre ellos Cicerón que, al igual que el resto de senadores conservadores, veían en él un hombre fuerte para la defensa de la causa republicana de los optimates. En los círculos de confianza republicanos se comenzaba a proponer como candidato a la pretura[3], aunque finalmente alcanzaría el grado de cuestor.

Vibio quedó sorprendido por la escasa atención que se le prestaba al requerir indicaciones que lo ayudasen a llegar a su destino. Toda la gente andaba ensimismada, solos o acompañados, pero siempre absortos con sus quehaceres. Vibio pasó por varias zonas de la ciudad, permitiéndole hacerse una primera idea de lo que era Roma. Lo primero que le llamó la atención era que, una vez entró en sus primeras calles, desapareció el horizonte y sus colinas. Había edificios de tres y cuatro alturas, y otros que, aun sólo de una altura, superaban a los anteriores. Muy a menudo, encontraba templos para todos, y cada uno, de los dioses. Encontró sectores urbanos que diferían mucho entre sí porque, aun estando todos empedrados y dotados de servicios, una zona era de edificios de madera, otra de madera y piedra, otra de piedra y mármol, y había otras zonas hermosísimas de mármol y alabastro, llena de construcciones conmemorativas, más templos, más palacios, y toda una serie de edificios que eran muestra del grandísimo poder romano. Unas zonas tenían callejuelas, otras zonas, calles, y otras, elegantes vías con anchura para varios carros. Y por todas ellas, de vez en cuando, se veían pasar patrullas de legionarios haciendo funciones públicas, o escoltando a personajes ilustres. Y un bullicio tremendo, causado por cientos de personas que iban en todas las direcciones.
Esperó el paso de la siguiente patrulla, y preguntó al decurión al mando.
      -¡Decurión, busco la casa de Fausto Sila! –dijo Vibio dirigiéndose hacia la patrulla.
      -¿Quién eres, muchacho? ¿Qué te relaciona con Sila? –le interrogó el decurión.
      -¿Qué te importan mis circunstancias? – contestó el joven.
      -¡Por todos los dioses!, ¡eres galo, ¿verdad?! -exclamó el decurión, notándole el acento al joven-. Dime, galo, ¿qué asuntos traen a un provinciano como tú, a Roma?
      -¡Mis asuntos, míos son! – respondió el muchacho, y con un gesto de orgullo decidió volverse de espalda para seguir su camino, despreciando los comentarios del militar.
      -¡Espera, hombre, espera! ¿Acaso habéis perdido el sentido del humor en la Galia? Te escoltaremos a la villa de Sila, no está lejos, pero es preciso conocer tu identidad y motivos, pues debemos informar de ello tratándose de un personaje tan notorio como el que buscas.
      -Agradecido quedo entonces. Me llamo Vibio Baro, vengo de la Narbonensis, y me dirijo a visitar a un amigo de mi familia. Por cierto…, los galos somos famosos por nuestra predisposición al jolgorio y el ocio. Ambos, campos muy propicios para cosechar sentido del humor.
      -¡Por Júpiter que te juzgue mal! Pero… no es menos cierto que si a los galos os han atribuido tal título es porque a los hispanos nos sobra tanto reconocimiento por lo mismo, que entregamos el sobrante a Roma para que lo reparta como le venga en gusto –replicó con mucha habilidad el decurión, ante la atónita y estúpida mirada de su patrulla que no entendió la broma.
      -¡Por Marte que sois un bocazas, decurión! ¡De buena gana os mostraría como bebe y ríe un galo!
      -Te daré la oportunidad para ello, muchacho. Un día de éstos te buscaré y haré que beses mis sandalias para rebajar ese orgullo.
      -Habéis dicho que sois hispano. ¿De dónde? Tengo parientes allí. – preguntó con curiosidad Vibio.
      -Soy natural de Corduba. Me llamo Cayo Marcelo.
      -Yo, aunque nací en la Narbonensis, desciendo de la región de Ampurias. ¡Así pues, beberás y reirás con otro hispano! ¡Por eso estaba seguro de poder vencerte!

Ambos se rieron a carcajadas ante el resto de legionarios, ninguno de los cuales, decididamente,  tenía el más mínimo sentido del humor.
      -Dime, Cayo Marcelo, ¿cómo has venido a parar a Roma desde la Hispania Ulterior? Tenía entendido que el servicio en Roma estaba bastante restringido, y además el clima bélico, todavía tibio en Hispania, debería haberte retenido por allí.
       -Así es, Baro. De hecho, provengo de una cohorte de la Legión Hispana que sirve a los intereses de Julio César con destino en Tarraco. Mi estancia en Roma es circunstancial y efímera. Bueno…, eso espero.
Vibio creyó que Cayo Marcelo no quería profundizar mucho en los motivos de su estancia en Roma. Y era algo perfectamente comprensible: declararse al servicio de Julio César ante alguien que va a visitar la casa de Sila, como amigo, era una combinación de elementos muy inestable.
Vibio intentó romper la tensión, aclarando sus intenciones.
      -Mi destino es Telo Martius. Voy a combatir bajo las órdenes de César en la Galia, y mi estancia en Roma también es momentánea. Deseo hacer carrera política, y quiero servirme de un conocido de la familia para hacerme un hueco, desde dentro.
       -Y el conocido de tu familia es Fausto Sila, ¿no?
      -Exacto.
      -No quisiera que te molestaras con lo que te voy a decir pero… -antes de que Cayo Marcelo acabara la frase, Vibio lo interrumpió en seco.
      -No simpatizo con él. Cualquier romano de provincias sabe bien lo que representa el nombre de Sila. Y yo, igual que tú, créeme. Mi visita, como te he comentado, es interesada.

Después de esto, Cayo tuvo más claras las intenciones del muchacho.
      -Descubrirás que Roma no es lo que creías. Antes de llegar te imaginas que es la mismísima villa de Júpiter, que de sus fuentes emana vino, y hasta habrás oído alguna vez que en Roma se cagan sestercios y se mea mosto. No, Vibio, Roma es muy peligrosa. Cuídate de tus influencias, muchacho. La rivalidad política es tal que no hay día sin que se produzca un atentado y cien sobornos. Si quieres saber que hago en Roma, te diré que protejo a ciertos senadores amenazados de muerte por Cicerón y su banda de canallas.
      -Conozco la rivalidad entre optimates y populares, puedes creerlo. Y conozco bien la calaña de Sila.
      -¡Por Marte, que son peligrosas tus palabras! Cuídate mucho no sólo ante Sila, sino sobre todo ante Cayo Claudio, o Curión. Todos ellos rinden cuentas a Cicerón, y éste, a pesar de su exilio es el que los dirige a todos. Reprime tu lengua y pasarás desapercibido.
      -No deseo esconder mis ideas.
      -Muchacho, siendo prudente no escondes tus ideas. En Roma hay también buenos hombres, búscalos y pídeles su tutela, pero no la busques nunca en Sila. Si eres capaz de encontrar a los que te recomiendo, no tendrás dificultad en localizarme.
-Lo tendré en cuenta.
Estaban ya próximos a la villa de Sila, y tuvieron que detener la conversación.
Cayo Marcelo era un militar recto y serio, en la misma medida que su personalidad era alegre y desenfrenada.




[1] Narbona.
[2] Rango senatorial con mando militar inmediatamente inferior al Legado.
[3] Magistratura por debajo del consulado.

Una generación que no verá la recuperación económica.

Dentro de una sociedad como la nuestra, en la que la situación general ha destrozado muchas ilusiones, y en la que la supervivencia pasa por renunciar a vocaciones, estudios y preparación, para conseguir unos ingresos mínimos que permitan la subsistencia, casi sea como sea, ahí, en esa coyuntura, se localiza este economista, escritor, y director de sueños. Con una ilusión auto-impuesta, sucedánea de la natural arrebatada, y en incansable búsqueda de lo que un día fui, y lo que hubiese llegado a ser. Acostumbrado a bogar sin remos, en un mar sin agua. Con la ilusión del gusto por la Historia y las Letras, y la desilusión de ser testigo de una situación económica, política y social, que también pasará a la Historia, pero destacando por su horror, no por su contribución al desarrollo de la Humanidad. Todo ello en contra, y más aún estando en esa franja de mayores de treinta y cinco, y lejos de la jubilación, vagando por un limbo sin que nadie dé cuenta de tu presencia.


Soy de una generación de españoles, orgullosa de haber visto en directo aquellos tiempos en blanco y negro de "un globo, dos globos tres globos", de la muerte de Félix, de "La casa de la pradera", "Crónicas de un pueblo", de una infancia en los 70 y una adolescencia en los 80. Es una generación de la que salieron la mayoría de "los primeros universitarios" de cada casa, y la última que jugó en la calle.
En la crisis de 1993 se llegó a alcanzar un 24% de desempleo, pero la recuperación lo reabsorbió echando mano de todos (y cuando digo todos, digo TODOS). Ahí está la diferencia que vamos a observar en la próxima recuperación. 

Algunos padecimos ya la crisis del 93, y todos ayudamos a levantar la economía a partir del 95. Ahora tenemos un gravísimo problema: ya no se cuenta con nosotros.

La misma política que permitió ocupar a casi todo el país, fue la que gestó la mayor crisis económica y social de nuestro tiempo. La próxima recuperación no podrá apoyarse en la construcción, y no existen sectores con proyección suficiente para reabsorber las cotas actuales de desempleo. Ello se traducirá en algo que ya estamos viendo (y padeciendo): empezar a incentivar la creación de empleo joven. Las generaciones de los 60 y 70 tenemos crudo acceder al mercado laboral. No sólo tenemos que renunciar a nuestra experiencia y estudios, sino que nos vamos a ver relegados en todos los aspectos. Ello me plantea un dilema, porque si es muy bueno incentivar el empleo para los jóvenes, estos impiden a los mayores entrar en las mismas condiciones, y al fin y a la postre ¿quiénes tienen las obligaciones familiares, hipotecarias, etc., los jóvenes, o los mayores? Es un problema agudo. 
Aquellos que nos hemos caído del tren del empleo, y tenemos más de 40 años, hemos quedado fuera de las vías, en el terraplén, y vamos a ver como pasan trenes inalcanzables. Vamos a tener que caminar solos, paso a paso hacia la estación, a pleno sol y sin agua. Cuando tengamos suerte de una entrevista laboral (para lo que sea) obviarán nuestra experiencia. He visto ofertas de trabajo que no sólo están vetadas para mayores de 40 años, sino que, sin tener razón de ser, te piden idiomas y máster. 
Quisiera que todo esto fuera fruto del pesimismo, pero cuando miro la calle y sus gentes veo lo mismo que pienso.